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Los catedráticos de las sombras
Esa fría mañana de enero de 1938, la gerencia del Hospital General de Valencia se había puesto en contacto telefónico con la comisaría de la Audiencia para denunciar el robo de diferentes sustancias químicas. Así que no tardó en aparecer por allí un funcionario del Cuerpo de Investigación y Vigilancia. “Soy el inspector Palacios” –se presentó el policía, a la par que mostraba su placa. Y el responsable de la farmacia del centro hospitalario en seguida le señaló al inspector la cerradura violentada de un armario metálico. “Las sustancias que faltan, que usamos para realizar compuestos químicos, podrían ser letales si se administran a una persona de forma combinada, siquiera sea en una dosis mínima” –dijo el farmacéutico; tono de voz grave y el gesto adusto. Pero en el momento en que el inspector Palacios procedía a efectuar una inspección ocular del armario que había sido forzado, y en el que se almacenaban también numerosos medicamentos, empezaron a sonar las alarmas antiaéreas. Los aviones de la Legión Cóndor alemana volvieron a intensificar sus bombardeos sobre la ciudad. En esta ocasión arrojaron su destructivo cargamento de enormes bombas en la zona de la calle de la Paz y de Poeta Querol y causaron más de cien muertos civiles: hombres, mujeres y niños. Los bombardeos fascistas se habían iniciado en febrero de 1937, cuando Valencia ya era la capital de la II República. No perseguían otro objetivo que atemorizar y desmoralizar a la población.
Horas antes de los bombardeos, tres agentes de la Quinta Columna valenciana se encontraban reunidos en un piso de la Gran Vía Buenaventura Durruti, que así se había rebautizado Marqués del Turia. Los tres eran catedráticos de instituto: uno de matemáticas, otro de física y química y otro de francés. Y aguardaban ansiosos la llegada de la persona que ejercía de enlace con el servicio de información y espionaje del ejército franquista. Pronto oyeron el repique característico de unos nudillos contra la puerta del inmueble. Cinco golpes suaves e intermitentes. Era la señal convenida. Uno de los quintacolumnistas, el catedrático de francés, que trabajaba para la red clandestina traduciendo las noticias que captaba de emisoras extranjeras en la radio de su casa –y que escuchaba a hurtadillas de los vecinos-, brincó de su silla como impulsado por un resorte. Echó un vistazo a través de la mirilla y reconoció al enlace. Un tipo menudo y calvo, y embutido en un grueso abrigo. Sin embargo las gotas de sudor que perlaban su frente no eran consecuencia de la desmesurada prenda invernal, sino de la larga caminata que se había dado para asegurarse de que nadie le andaba siguiendo. Sabía que los servicios de seguridad republicanos pretendían su captura. Fue una visita muy breve. No era el momento de charlas intrascendentes. Reveló la hora y lugar exactos de los inminentes bombardeos, y abandonó el lugar. Luego, el quintacolumnista apodado el Químico hizo el reparto de los tres pequeños estuches que había preparado con mucho oficio durante la noche, y el reducido grupo alcanzó la calle de manera escalonada y a intervalos de tiempo cronometrados.
La Junta de Defensa Pasiva era el organismo encargado de coordinar la protección y resguardo de la población. Bajo su responsabilidad se llevó a cabo la construcción de nuevos refugios antiaéreos: públicos, como el de la calle Serranos; escolares, como el del edificio consistorial, en cuyo lateral se ubicaba la Casa de la Enseñanza; y en fábricas, como la de Bombas Gens, que había dejado de hacer maquinara hidráulica y se había puesto a fabricar granadas de mortero. Después de los bombardeos de esa mañana, una tensión fuera de lo común se palpaba en las dependencias de la Junta de Defensa Pasiva. Algunos delegados, por medio de mensajes cifrados, habían hecho llegar la noticia de los misteriosos sucesos ocurridos en tres refugios antiaéreos escolares. De modo que el militante de la CNT que dirigía la Junta consideró ineludible convocar en su despacho al comandante de la Guardia Popular Antifascista, conocida popularmente como la Guapa, que a principios de la guerra se había hecho cargo del orden público en sustitución de la Guardia de Asalto, y al comisario jefe del Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Los dos mandos policiales, a medida que el director les relataba la película de los hechos, fueron percibiendo sensorialmente en sus rostros el paso de la sorpresa inicial a una preocupación cada vez más alarmante. Eran conscientes de la gravedad del asunto. Y de la necesidad de mantenerlo en secreto. “Si llega a conocimiento de la opinión pública –confesaron los dos al unísono-, no sería descabellado pensar en la posibilidad de que se origine un estallido social muy violento”. Pero la propaganda fascista se apresuró a dar vuelo a la noticia por los canales de comunicación afines a su causa. Manejaban, claro, información de primera mano. “¿Por qué las autoridades republicanas silencian el hallazgo de nueve niños muertos en el interior de varios refugios antiaéreos? -bramaban machaconamente algunas emisoras de radio. El propósito era evidente: sembrar más terror, y un número mayor de víctimas, si se instalaba en la conciencia de la gente el miedo cerval a que sus hijos se resguardaran en los refugios antiaéreos municipales.
El inspector Palacios había asumido la investigación por la muerte de los nueve escolares. Niños y niñas de entre diez y quince años. La carpeta con el informe preliminar de los forenses reposaba encima de su mesa. -“Examen externo: todos los cadáveres presentan un pinchazo en la parte dorsal del cuello, producido por una jeringa. Causa de la muerte: inyección de un cóctel químico letal”-. El policía era un profesional curtido y con muchos años de experiencia. Sin duda hubiera podido jurar que ya no le quedaba por ver ninguna barbarie más en su carrera. Pero se dio cuenta de que jamás había experimentado, como le sucedía con el caso que ahora tenía entre manos, tan descomunal sentimiento de rabia. “¡Os cogeré! ¡No descansaré hasta dar con vosotros, malditos asesinos!”–y su explosión de ira, que pilló desprevenidos a sus compañeros, provocó una conmoción general en la comisaría de la Audiencia. El inspector Palacios se agarró desde el primer momento a la pista buena, igual que un ave rapaz a su presa: el robo en la farmacia del Hospital General. Fue una labor de meses, paciente y meticulosa, pero al final dio con la persona que sustrajo las sustancias químicas, el arma asesina. Era un celador que simpatizaba con la causa fascista y que tenía su casa atestada de símbolos nazis. Y este hilo le llevó al ovillo de los miembros de la Quinta Columna, los catedráticos de las sombras. El juez decretó el ingreso en prisión de los catedráticos criminales, y el inspector Palacios se ofreció voluntario para conducirlos a la cárcel Modelo. Era la víspera del 30 de marzo de 1939.
Al día siguiente, las tropas franquistas hicieron su entrada en Valencia en formación marcial. El inspector Palacios, aún orgulloso y satisfecho por el deber cumplido, decidió acudir por la tarde a la Plaza de Emilio Castelar para ver desfilar a la columna motorizada compuesta por la Guardia Civil y el Servicio de Orden Público. La muchedumbre que abarrotaba la plaza saludaba a los vencedores de la guerra civil brazo en alto. En un momento dado, el policía levantó la mirada hacia el balcón del Ayuntamiento. Y se quedó de una pieza. El Químico estaba allí, junto a las nuevas autoridades locales, en su mayoría vestidas con el uniforme falangista. Desesperanzado, el inspector se marchó a su casa.
Una descarga cerrada de fusilería resonó en la madrugada de Paterna. El inspector Palacios acababa de ser fusilado en la tapia del cementerio y arrojado a una fosa común. Unas horas más tarde, en el Salón de Cristal del Ayuntamiento de Valencia, los catedráticos eran condecorados por su valiente contribución al triunfo del Nuevo Estado. Por sus actos de guerra heroicos.
Enrique S. Cardesín Fenoll
No sé lo que nos traerá el mañana
La torrentina Fina Abad era una estrecha colaboradora de la dirigente del sindicato anarquista CNT, Federica Montseny. Después de una agotadora gira propagandística por toda España, Fina se encontraba recobrando energías en su domicilio del barrio de Poble Nou. Al atardecer del día 30 de noviembre de 1935, cuando introducía en una ajada cartera de cuero los documentos con los planes estratégicos que quería mostrar esa misma noche a sus compañeros de la agrupación local de la CNT, alguien pulsó el timbre de su casa. Machaconamente. En seguida que Fina atrapó el telegrama que parecía estar a punto de echar a volar de la mano del empleado de correos, entendió la causa de tanta insistencia sonora; un telegrama siempre era portador de noticias urgentes e inaplazables. Sin moverse del umbral, desgarró el mensaje sellado. Y a medida que leía el texto, sus mejillas se fueron humedeciendo a golpe de lágrimas, con regular bombeo de sus ojos. <<Nuestro querido Ferdinand Personne ha fallecido hace un par de horas, en el hospital San Luis de los Franceses. Problemas hepáticos. Antes de dar su último suspiro, escribió: “No sé lo que traerá el mañana”. Besos. Ofélia Queiroz>>.
A Fina se le agolparon, con la fuerza de un turbión, todos los recuerdos de aquellos días de enero de 1934 vividos peligrosamente en Lisboa. La hija de Federica Montseny, Vida, que contaba un año, se había puesto enferma. Así que Federica le pidió a Fina que la sustituyese en el viaje que tenía previsto realizar, en compañía del también líder anarcosindicalista, José Buenaventura Durruti, a la capital portuguesa. El país vecino, gobernado con mano de hierro por el dictador Salazar, había sido sacudido recientemente por una huelga general insurreccional alentada por el sindicato anarquista luso CGT, a la que siguió una revuelta en diferentes ciudades jalonada de carreteras bloqueadas, ocupaciones de fábricas, trenes descarrilados… Fina y Durruti recalaron en Lisboa para diseñar la operación de fuga a España de uno de los cabecillas anarquistas de la revuelta, quien se había escondido en un piso franco del Barrio Alto, cerca del número 182 de la Rua Luz Soriano, donde estaba emplazado el hospital San Luis de los Franceses. Fina y su compañero se instalaron en la vivienda particular de un administrativo, leonés como Buenaventura Durruti y de ideario ácrata, que desempeñaba sus funciones en la embajada española, en cuya sede de la avenida da Liberdade flameaba la bandera roja, amarilla y morada de la Segunda República. A la mañana siguiente de su llegada, Fina y Durruti salieron de la casa del funcionario leonés, en el barrio del Chiado, con vistas a la Praça Luís de Camoes, y cogidos de la mano, igual que una pareja de enamorados, comenzaron a ascender las pinas calles del Barrio Alto. Albergaban la intención de efectuar un primer reconocimiento visual de la zona limítrofe al piso franco, si bien habían descartado entrar de momento en contacto con su clandestino inquilino; antes debían –era de manual- cerciorarse de que nadie controlaba subrepticiamente sus movimientos. De vuelta hacia el Chiado, Fina y Durruti se echaron una mirada con el rabillo del ojo, un gesto que descifraron al unísono: ¡alarma! Dos sombríos sujetos, que vestían gabardina gris y se tocaban con sombrero de ala corta, se habían cruzado con ellos a la subida y a la bajada. De modo que Fina y Durruti se metieron en el cercano café A Brasileira y buscaron refugio en una mesa del fondo, desde la que poseían una diáfana visión de la entrada al local. Sentados a la mesa contigua, había una joven de finos labios y recortada melena castaña que dejaba al descubierto su cuello y un hombre con gafas de miope y bigotito de forma geométrica, unos once o doce años mayor que ella. “No quiero recibir más cartas de Alberto Caeiro. Sabes que no lo soporto. Que le profeso un odio eterno. Quizás más que al imbécil monárquico de Ricardo Reis. Te has enterado, ¡Ferdinand Personne!”- palabras que pronunció acremente la mujer y que captaron Fina y Durruti. Sin embargo, estos dejaron rápidamente de prestar atención a la conversación de sus vecinos de mesa, al ver que irrumpían en el café los dos individuos de la gabardina y el sombrero. Y una mueca de inquietud ensombreció los rostros de Fina y Durruti. Algo que no le pasó desapercibido a la joven de finos labios.
- Venid, sentaos aquí con nosotros –susurró la chica, acercando su boca a la oreja de Fina-. Esos dos tipos que acaban de entrar son miembros de la policía política salazarista –una revelación que sin duda deshizo cualquier reticencia a aceptar la invitación-. ¡Hola!, yo soy Ofélia y él es…
- Ferdinand Personne, ¿no? -la interrumpió bruscamente Buenaventura Durruti, que se puso a su lado.
-Ja,ja,ja…-Ofélia soltó una estruendosa carcajada, mientras su acompañante torcía el gesto, hondamente contrariado-. No, claro que no. Se llama Fernando Pessoa. Mi amigo es un adicto a escribir poesía y prosa bajo otras identidades a las que dota de biografía propia; son sus heterónimos. Y también me envía cartas de amor firmadas por ellos. Sé que guarda en un baúl un manuscrito encabezado con el título ‘Libro del desasosiego’, pero el autor, misteriosamente, no es él sino Bernardo Soares. De manera que yo he creado para Fernando otro heterónimo, en francés, Ferdinand Perssone, que traducido es Fernando Persona, pues el apellido Pessoa es muy común en Portugal y significa “persona”-explicó Ofélia, entre risas, y el aludido se sumó a la celebración de la ocurrencia apurando otro vaso de aguardiente de su marca preferida: Águila Real.
Los policías salazaristas continuaban sorteando mesas y cada vez estaban más cerca. En un acto irreflexivo, Fernando Pessoa cogió de la cintura a Fina y la besó apasionadamente, ante la manifiesta incomodidad de Ofélia. La argucia amatoria provocó que los policías se frenasen en seco y luego regresaran sobre sus propios pasos a la calle. Acomodados en los asientos de madera de un tranvía amarillo de la línea 28, que los cuatro habían tomado en la parada del Chiado, Fina y Pessoa se miraban sin disimulo, los labios inflamados de deseo, sintiendo la lenta desaceleración de sus latidos. Ofélia y Durruti, en cambio, veían pasar por la pantalla de la ventana la arquitectura pombalina del céntrico barrio de la Baixa. Se apearon en Campo de Ourique, y enfilaron hacia el domicilio de Fernando Pessoa, en la Rua Coelho da Rocha, 16. Y no tardaron en percatarse de que un automóvil negro perseguía a cierta distancia la estela del tranvía amarillo. Lo que no consiguieron observar, porque ya alcanzaban el rellano de la primera planta, fue que el automóvil negro se detenía un poco más arriba.
No sé lo que traerá el mañana… Fernando Pessoa murió el 30 de noviembre de 1935. A los 47 años. De su baúl saldrían las obras de sus heterónimos, que lo convertirían póstumamente en uno de los escritores más importantes de la literatura universal. Prácticamente un año después, el 20 de noviembre de 1936, en plena guerra civil española, moriría el mítico líder anarquista, Buenaventura Durruti, que comandaba una columna de milicianos. Tenía 40 años. Pero la torrentina Fina Abad no podía saber nada de esto, en ese atardecer en el que recibió un telegrama y rememoró unos apasionados y locos besos.
Enrique S. Cardesín Fenoll
Borracha
Anoche subió al bus una mujer con un carro de la compra lleno de papeles y ropa. Nada más entrar a grito pelado profirió: ¡Ehhhh, gente, fiestaaaaa!. Calculo que tendría unos cincuenta y tantos. Vestía desaliñada, como a punto de caer en la indigencia o quizá ya estaba ahí desde hace mucho.
Siguió increpando cosas sin sentido a la gente. Incluso se puso a rezar desordenadamente y cambiando a propósito partes de la oración. Íbamos unas diez personas, entre ellas, cinco “mayores” y los demás todos jóvenes, no más de 15 años. Estos últimos la provocaban y se reían mientras la grababan con el móvil.
Una chica, a punto del infarto por la risa decía: ¡Vaya tía borracha!.
El grupo de jóvenes bajó en la misma parada que yo. Ellos se fueron en una dirección y yo en otra.
A lo lejos aún podía oír sus risas y burla.
No quise pensar más en la situación.
Si supieran lo que les espera a ellos como no cambien... Si por un momento lo pudieran imaginar llorarían amargamente, como seguro hace ella en la soledad.
No hace frío hoy y por la calle no hay casi nadie, a pesar de ser las diez de la noche. Me paro y miro el vacío que hay a mí alrededor, no soy capaz de calcular su extensión y densidad. Por un momento pensé en ponerme a gritar algo como: ¡Fiestaaaaa!. Pero yo soy un tipo normal, no como aquella mujer.
ShiroDani
La visita de Sara
Unos vándalos se desplegaron como una exhalación por las instalaciones de la fábrica de hielo Nicolás Andreu Mora, que estaba situada en la calle Cervantes, cerca de la estación del trenet. Vestían monos de trabajo de color negro, ocultaban sus rostros tras máscaras de cartón y empuñaban imponentes hachas. Era la mañana del día 6 de junio de 1957. Sucedió todo tan rápido, que los trabajadores de la fábrica de hielo no tuvieron tiempo a reaccionar. Solo a contemplar, impotentes, la determinación y la ferocidad de unos desconocidos que la emprendieron a hachazos contra los compresores y las cámaras frigoríficas. El resultado de su fechoría, visible, espeluznante y devastador, puso los pelos como escarpias a los testigos: el dueño y los trabajadores de la fábrica. Y regueros de agua helada empezaron a fluir hacia la calle.
Hacía mucho calor esa mañana. La temperatura era más propia de los meses de julio o agosto que de las postrimerías de la primavera. Pepe trabajaba en la redacción de la revista Torre, donde se ocupaba de escribir las reseñas cinematográficas de las películas que se programaban en los cinco cines de Torrent: Cervantes, Gran Cinema Avenida, Montecarlo, Liceo y Salón Parroquial. Dentro de la redacción regía un ambiente sofocante que perlaba las frentes de gotas de sudor. Aun así, don Gregorio, el director de la publicación, se negaba testarudamente a poner en marcha “el albatros”. De esta manera habían bautizado, Pepe y otro redactor –el plantel completo de la revista-, al desvencijado y vetusto ventilador de techo. Y es que el rotor de sus aspas les evocaba el batir de las majestuosas alas de esa ave marina de gran envergadura. Don Gregorio, que se mostraba inflexible ante sus quejas y protestas, repetía cada año la misma cantinela: que el uso del ventilador comenzaba a partir del solsticio de verano. De modo que los programas de mano de la cartelera torrentina, que los exhibidores ya le habían hecho llegar a la redacción, se le quedaban a Pepe adheridos a sus manos húmedas, pegajosas, cual si fueran goma de mascar. En el ínterin, don Gregorio dejó encima de la mesa de Pepe un sobre en el que aparecía escrito su nombre familiar, al tiempo que le pedía disculpas por haberse olvidado de entregárselo ayer, cuando lo recogió del apartado de correos. Pepe rasgó el sobre con una plegadera y extrajo de su interior una tarjeta de invitación y una nota manuscrita, cuya autoría identificó sin lugar a dudas. Era la letra picuda característica de la caligrafía del señor Baviera. El señor Baviera era socio de uno de los tres cines emplazados en la Avenida: el Montecarlo, que en breve cumpliría nueve años desde su apertura. Pepe no se cansaba nunca de admirar la belleza de su fachada, con su torre alta y estrecha, su galería porticada y las tres formidables farolas que colgaban de lo alto de la amplia entrada entoldada. El salón contaba con un novedoso sistema de refrigeración. De ocho a diez barras de hielo se colocaban delante del ventilador instalado en el local y, a través de unos canalones, se expandía la sensación de aire fresco por el patio de butacas. En una sesión se podían consumir entre trescientas cincuenta y cuatrocientas barras de hielo. La nota manuscrita del señor Baviera que Pepe pinzaba con dos dedos, rezaba así: “Querido amigo, prepárate para una extraordinaria noticia, que seguro que te va a llenar de alborozo. Mañana por la tarde viene invitada por mí a nuestra ciudad la popular actriz española Sara Montiel. Vamos a presentarla al público torrentí en el salón del cine Montecarlo. La fábrica Nicolás Andreu Mora me ha garantizado que tiene sus cámaras frigoríficas a rebosar de barras de hielo. Así que tendremos el local refrigerado durante todo el evento. Junto a esta nota te envío tu invitación. Un saludo”. Pero no fue hasta releer la nota, a renglón seguido de acordarse de la disculpa de su director, cuando Pepe reparó en que el señor Baviera la había escrito el día anterior. Lo que significaba que Sara Montiel se desplazaba a Torrent esa misma tarde. Y abrió unos ojos como platos. Y se puso a dar brincos y a hacer aspavientos, y a corretear de extremo a extremo de la redacción como pollo sin cabeza. Hasta que el rapapolvo de don Gregorio -su cara de esfinge permaneció inalterable pese a la excelente noticia-, lo hizo bajar de la nube en la que Pepe ya se felicitaba por la brillante entrevista a la actriz que habría de publicar en el próximo número de la revista Torre.
En los cines de la ciudad de Valencia se había estrenado recientemente la película “El último cuplé”, protagonizada por la artista manchega de fama internacional, Sara Montiel. No en vano venía de rodar en Hollywood dos aclamados western, Veracruz, de Robert Aldrich y Yuma, de Samuel Fuller. Y de compartir títulos de crédito nada menos que con Gary Cooper, Burt Lancaster o Charles Bronson. La cinta del director Juan de Orduña estaba cosechando un inmenso éxito de público. Las salas valencianas que la proyectaban agotaban en cada sesión los billetes de la taquilla. No había tertulia de café en la que no se hablase de la escena en la que Sara Montiel cantaba el tango “Fumando espero” arrellanada en un ‘chaise longue’. Desde luego unas imágenes predestinadas a pasar por la fragua del ensueño y a ser grabadas a hierro en la memoria visual de los espectadores. No obstante, la película también había desatado una guerra sin cuartel entre los gerentes de los cines Capitol, Oeste, Coliseum y Lys. Cada uno de ellos quería ser el primero en conseguir que la actriz Sara Montiel estuviera presente físicamente en su sala para que el público valenciano le dispensase un merecido homenaje. De forma que desempolvaron el muestrario de sus malas artes: propagaron bulos, mancillaron reputaciones, reclutaron matones para amedrentar y escarmentar… Si bien la víspera del día 6 de junio de 1957 los cuatro gerentes serían depositarios a la vez de una confidencia: la Saritísima había aceptado la invitación de un empresario de cine torrentí. Enfurruñados y furiosos, los exhibidores capitalinos acordaron el cese de sus hostilidades y se confabularon para urdir un malévolo plan que diera al traste con la visita de la estrella a Torrent.
Pero los actos vandálicos en la fábrica de hielo no lograron su infame propósito. Pepe sería notario del aplauso y el cariño que le otorgaron a Sara Montiel sus admiradores durante su sosegado recorrido por una repleta Plaza Mayor. El señor Baviera, urgido por las desdichadas circunstancias, había permutado el salón del cine Montecarlo por la céntrica cafetería ‘Ca Peña’, propiedad de su familia, donde la gloriosa actriz haría alarde de su belleza, gracia y sensualidad, mientras compartía copa y conversación con el selecto grupo de invitados; entre ellos, Pepe, el hechizado redactor de la revista Torre.
Enrique S. Cardesín Fenoll
Mala Pata
Nunca acerté dónde poner nada, dónde estar ni a dónde ir. Todo, siempre, en un sitio equivocado.
De niño, si alguna puerta se abría o se cerraba, allí estaban mis dedos.
Sí había un agujero en el camino, allí metía el pie Danielillo.
Sí había una mierda en el camino, allí lo apoyaba.
De joven, ¿quién decía la palabra inadecuada, quién estaba donde no había que estar cuando venía la policía?
¿Quién perdía las llaves o el dinero de la compra?
¿Quién se ponía de portero en el fútbol porque no sabía jugar y paraba todos los balones con la cara, quién dejaba la mochila con los libros en el sitio exacto por donde minutos después pasaría algún tipo amable que me la robaría? ¿Quién metía los dedos o las tijeras en los enchufes.
¿Quién intentaba arreglar las cosas y siempre las estropeaba; sobre qué cabeza caía la única piedra que el más tonto tiraba?
Os imagináis todo esto, pues ahora, imaginar la puntería, en los lugares donde uno puso y pone el corazón.
ShiroDani
El engaño
Nochebuena de 1961. En la tarde de ese día, un comandante de infantería, embutido en ropa de civil, irrumpió con ímpetu castrense en un taller de taxidermia situado en el casco antiguo de Torrent. Cuando el militar acabó su monólogo autoritario, breve y áspero, el taxidermista, la tez cerúlea, opaca la mirada, y los movimientos torpes y lentos, guardó en una vitrina los productos químicos de uso reciente, colgó de una percha el mandil, apagó las luces del taller y aseguró con un grueso candado de acero la persiana metálica que sellaba el establecimiento; entretanto el comandante de infantería, sin disimular su impaciencia, no dejaba de remangarse la gabardina para consultar la hora en su reloj de pulsera. El taxidermista no regresó a su casa para la tradicional cena navideña. A bordo de un avión del Ejército del Aire, ya prevenido en la base aérea de Manises, voló a la capital de Rusia. En la pista del aeropuerto internacional de Moscú, alfombrada de nieve, lo esperaba el embajador español, abrigado con un forro polar y tocado con el típico gorro con orejeras. Juntos se trasladaron en el vehículo oficial de la embajada hasta la Plaza Roja, donde se apearon. Fugazmente y sin estorbar la marcha, el taxidermista tuvo ocasión de extasiarse contemplando las iluminadas y coloridas cúpulas de la catedral de San Basilio y las torres y almenas de la muralla del Kremlin. De inmediato, el embajador y el taxidermista accedieron al mausoleo de Lenin, escoltados por el jefe policial responsable de la custodia del monumento funerario y por el experto embalsamador que cuidaba de la conservación de la momia del líder de la revolución rusa. El embajador cruzó unas palabras en ruso con el experto embalsamador; palabras apenas susurradas, puesto que guardar silencio dentro del mausoleo era de obligado cumplimiento. Sin embargo, el taxidermista cazó al vuelo el nombre de un lugar de sobra conocido por él: Palacio de El Pardo.
El taxidermista, llamado Vicente, había continuado la tradición familiar. Nada más concluir la enseñanza primaria, y de común acuerdo con su padre, decidió aprender el oficio de disecar animales; el mismo que tuvo su abuelo y el mismo que aún desempeñaba su padre, quien había heredado de su progenitor el taller de la Plaza Mayor. Y pronto el joven taxidermista comenzó a desarrollar unas habilidades innatas, y sus primorosos trabajos cobraron rápidamente fama más allá de la provincia. A la muerte de su padre, Vicente se convirtió en el dueño del taller, e inauguró la etapa de mayor esplendor del negocio. La trastienda se fue poblando de una variada fauna de cadáveres de animales, mayormente mascotas que sus propietarios deseaban seguir conservando en el domicilio; una vez disecadas, claro. Aquel año de 1961, en el Antiguo Convento de Santo Domingo, sede de la Capitanía General de Valencia, el personal militar andaba a esas horas de la tarde ajetreado con los preparativos de la cena de Nochebuena. Pero una inesperada llamada telefónica, efectuada desde la residencia oficial del Jefe del Estado, alteró la monocorde rutina; aunque, en realidad, solo la del despacho del capitán general, ya que este recibió la tajante orden de discreción absoluta. De modo que un comandante de infantería, hombre de su máxima confianza, vestido de paisano y en su propio coche, dejó atrás la Capitanía General. Poco después, cruzaría el umbral del taller de Vicente.
El taxidermista, una vez instruido adecuadamente en la técnica de embalsamar, pasó el resto de la noche en una habitación del mastodóntico Hotel Ukraina, que se asomaba a las aguas del río Moscova. El hotel fue construido en el periodo estalinista y era conocido popularmente como uno de los siete rascacielos de Stalin. Al romper el alba, el taxidermista repitió vuelo en el mismo avión de la fuerza aérea española, en sentido inverso, aunque el aparato no tomó tierra en Manises sino que lo hizo en la base aérea de Torrejón de Ardoz. Un automóvil negro con los cristales tintados y sin ningún signo externo que sirviera para identificarlo, lo acabó depositando en la zona de aparcamiento del Palacio de El Pardo. Salió a recibirlo una exigua comitiva formada por varios militares de alta graduación y un civil: el influyente marqués y cardiólogo que llenaba tantas páginas satinadas de las revistas del corazón. Vicente fue conducido sin tardanza a una dependencia del palacio habilitada como sala de curas, y en una cama de hospital, aún manchada de sangre, se topó con el cuerpo inerte, frío y yerto del Caudillo. El taxidermista estuvo en un tris de caerse redondo a causa de la terrible impresión, pero la mano de un militar, que le asió con nervio del brazo, salvó la delicada situación. Una voz sonora, curtida en el ejercicio de dar órdenes a mucha gente, brotó de la boca de un almirante cuyo blanquísimo uniforme refractaba la luz de una lámpara de quirófano, y conminó al taxidermista a que se dejara de tantos remilgos y se aplicase a la tarea de embalsamar el cadáver del Generalísimo. A continuación, Vicente se quedó solo, y al recorrer con la mirada el cuerpo sin vida del jefe del Estado, pudo observar las quemaduras en la cara y en el pecho, como si algún artefacto le hubiera estallado muy cerca. ¡Soberbio trabajo! –le dijo alguien a su espalda-. El taxidermista, al darse la vuelta, se sobresaltó y dio un sonoro respingo. ¡Oh, cómo…, pero… pero si es usted… y está … está vivo! -balbuceó Vicente a la par que se restregaba los ojos-. No te inquietes, amigo. Que no soy ningún espectro. Sólo soy el doble de ese –dijo un individuo señalando el cuerpo acabado de embalsamar con un gesto de la cabeza-. ¡Maldita sea!, esta facinerosa tropa va a continuar alargando la siniestra dictadura hasta que yo me muera –sentenció el sosias del jefe del Estado, y luego se alejó de allí examinando el aparatoso vendaje que cubría su mano izquierda.
A la mañana siguiente, 26 de diciembre, y a punto de coger el tren expreso de retorno a Valencia, el taxidermista se acercó al quiosco de prensa y echó una ojeada a la primera plana de los diarios nacionales. Todos publicaban la escueta nota de la agencia de noticias EFE: “Su excelencia el jefe del Estado sufre leves heridas en la mano izquierda, como consecuencia de un accidente de caza en los montes del Pardo”. [Se omitía que su escopeta había explosionado]. Y a Vicente de nuevo le volvió a martillear las sienes la mafiosa amenaza que el almirante profirió a modo de despedida: “¡No habrá piedad para los delatores. Ni para su familia!”
El 20 de noviembre de 1975, el taxidermista vio en la televisión la capilla ardiente con el cadáver del jefe del Estado. Y no le cupo la menor duda: aquel era el cuerpo que él embalsamó en 1961. De súbito, sintió una punzada de tristeza al pensar en la suerte que habría corrido el doble del dictador. Y musitó: “Descanse en paz”.
Enrique S. Cardesín Fenoll
El cuaderno de Machado
Hace unos días llamé por teléfono al hispanista Ian Gibson. Le dije que quería conocer su autorizada opinión sobre un cuaderno de notas que había llegado a mis manos con textos autógrafos del poeta Antonio Machado. El señor Gibson se deshizo en seguida en disculpas ante la imposibilidad de poder desplazarse a Valencia, pero me emplazó a reunirme con él en un restaurante de Lavapiés, que es el barrio de Madrid donde el también biógrafo de Lorca reside en la actualidad. Ayer me subí a un AVE. Después, desde la estación de Atocha, puesto que iba algo apurado de tiempo, cogí un taxi que me trasladó hasta la calle de la Encomienda. Ian Gibson ya me esperaba sentado a una mesa del restaurante.
El hispanista, que se saltó los preámbulos que dan pátina a una primera toma de contacto personal, no se demoró ni un segundo en reclamarme que le mostrara el cuaderno “objeto de nuestra cita”. Nada más empezar a hojearlo, advertí un brillo especial en sus ojos, como si alguien hubiera atizado con un badil invisible las ascuas de sus pupilas. Ian Gibson se detuvo en una página al azar, y recitó quedamente. A medida que lo hacía, se fueron extinguiendo, en el salón del restaurante, el murmullo de las voces de los comensales y el sonido de los cuchillos al rozar con los platos. <<Valencia de finas torres/ y suaves noches, Valencia,/ ¿estaré contigo,/ cuando mirarte no pueda,/ donde crece la arena del campo/ y se aleja la mar de violeta?
Aunque no hubiera pronunciado palabra alguna, yo habría adivinado, por la expresión risueña de su cara, que el señor Gibson había reconocido esos versos. Pero él se animó: “Son versos del poema titulado ‘Canción’, que Antonio Machado escribió en mayo de 1937, en el pueblo valenciano de Rocafort, donde permaneció alojado entre finales de 1936 y abril de 1938, en una antigua casa tradicional conocida como Villa Amparo”. Y fijando otra vez su atención en el texto manuscrito, Gibson afirmó tajante: “Es la caligrafía de Antonio Machado. No hay duda de que este cuaderno fue suyo”.
Desde que accedí al restaurante de la calle de la Encomienda y me senté frente a Ian Gibson, estaba temiendo esa pregunta que acabó por verbalizar el hispanista: “¿Cómo ha llegado este cuaderno a sus manos?” Carraspeé. Y, balbuceando ostensiblemente, no tuve mejor idea que interrogar por mi parte a Gibson: “¿Ha visto usted la película Medianoche en París, de Woody Allen?”. Sin embargo, rectifiqué a la velocidad de la luz y opté por no aguardar su respuesta, ya que observé con preocupación que mi juego dialéctico estaba tiñendo su rostro con una mezcla de impaciencia y de enojo. Así que proseguí yo con la génesis del hallazgo del cuaderno. “A ver…, a semejanza del protagonista de esa película, un escritor norteamericano que deambulaba por las calles de París soñando con los felices y bohemios años veinte, yo también fui transportado misteriosamente a tiempos pasados... Una noche, cuando vagaba por la calle de la Paz, me metí a tomar una copa en un local que, durante la guerra civil del 36, era el sitio predilecto de reunión de escritores, periodistas, fotógrafos y corresponsales extranjeros. Me extrañó que estuviera tan concurrido. Y más raro me pareció aún su atmósfera insólitamente cargada de humo. Sobre el velador contiguo al mío, reposaba un periódico. Era El Mercantil Valenciano, y traía en portada la noticia del acto de clausura del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Una fotografía mostraba a un orador sobre una tarima instalada en la entonces Plaza de Emilio Castelar. El pie de foto decía: “Antonio Machado leyendo su discurso titulado ‘El poeta y el pueblo’. Por eso no tardé en reconocer a aquel hombre, de amplia frente despejada, “con algo de alcalde republicano y bueno de la ciudad, haciendo versos mentalmente y contando las sílabas por los dedos“(Francisco Umbral), que se encontraba sentado cerca de la puerta. Era Antonio Machado en persona, que escribía de rato en rato en un cuaderno de notas. Los fotógrafos Gerda Taro y Robert Capa charlaban animadamente en la barra. Ella disparó su Leica para inmortalizar al boxeador de Torrent, Sangchili, que le narraba por enésima vez al artista fallero Regino Mas el desarrollo de su combate, a quince asaltos, con el panameño de color, Panamá Al Brown, también conocido como ‘la araña negra”, en la plaza de toros de Valencia, en la que el púgil valenciano se proclamó campeón de los pesos gallo, en junio de 1935. De súbito, un horrísono estrépito de sirenas, que vino acompañado de la irrupción en el local de varios tipos que vestían al uso de los milicianos y que vociferaban: “La Legión Cóndor, la Legión Cóndor”, dejó vacío el café. A mí, sin embargo, la sorpresa me atenazó a la silla. Pasados unos minutos, conseguí salir a la calle, y apretaba contra mi pecho el cuaderno de tapas azules que se había olvidado con las prisas Antonio Machado. Nada había cambiado en la ciudad. Fuera del café, seguíamos estando en 2018. Me lo confirmó la enorme pancarta que colgaba de la fachada del edificio de la Fundación Bancaixa en la que se anunciaba la exposición del pintor Ignacio Zuloaga, del 13/04/2018 al 26/08/2018”.
Ahora permanezco en un calabozo de una comisaría del centro de Madrid. Y se han incautado del cuaderno de notas del poeta Antonio Machado. Dicen que Ian Gibson ha denunciado que yo se lo había sustraído mientras comíamos en un restaurante del barrio de Lavapiés. Además, para mayor escarnio, he tenido yo que abonar la cuenta de los dos.
Enrique S. Cadesín Fenoll
Mª Amparo Pérez y Laura Cabedo ganan el XI Certamen de Relato Corto de Mislata
La undécima edición del Certamen de Relato Corto que organiza la Concejalía de la Mujer y Políticas de Igualdad de Mislata ya tiene ganadoras. Se trata de Mª Amparo Pérez Ballester, cuya obra La sobremesa del ausente ha sido la elegida por el jurado como la mejor en la categoría de narrativa en castellano y Laura Cabedo Cabo, primer premio de narrativa en valenciano por Les ales d'Ariana. El premio para la mejor artista local ha recaído este año en Rosa Sanmartín Pérez, autora de Siempre huyendo.
La lectura del veredicto del jurado y la entrega de los premios se celebró ayer como de costumbre en la Casa de la Dona de Mislata, un acto que estuvo presidido por el alcalde, Carlos Fernández Bielsa, y la concejala de Políticas de Igualdad, Carmen Lapeña. Además de la dotación económica de los premios, 500€ para cada una de las ganadoras, la Casa de la Dona ha editado unos ejemplares de pequeño formato con los relatos ganadores que estarán disponibles en unos días.
El relato de Mª Amparo Pérez es una historia de superación personal y una alegoría a la vida, a la valentía, a la amistad, al amor y a saber lidiar los contratiempos que nos ofrece la cotidianidad. La sobremesa del ausente es un relato de sentimientos, de los que se encuentran y de los que despiertan al lector o lectora. Es un relato que habla de muerte desde el optimismo de las ganas de vivir y, fundamentalmente, es un texto de mujeres apoderadas.
Les Ales d'Ariana es un relato que nos cuenta la historia de una vida que tiene lugar en un contexto de guerra. Si tenemos en cuenta que la protagonista es una mujer, saber combinar guerra y mujer nos trae a pensar en un relato lleno de coraje y de realismo. La maldita guerra de los países árabes que nunca acaba, las mujeres escondidas en los burkas que ocultan el sufrimiento y las heridas de sus almas, el tráfico de niñas y adolescentes a países como Afganistán y Pakistán. Laura Cabedo cuenta todo esto desde la esperanza y el convencimiento que un futuro mejor es posible.
El mejor relato de artistas locales lleva por título Siempre huyendo. Con la intención manifiesta de no seguir el rigor histórico sino de permitirse el lujo de novelar, o más bien de imaginar, el que hubiera podido pasar, Rosa Sanmartín nos cuenta una anécdota en la vida de una mujer ilustre. El relato nos quiere poner de manifiesto las diferencias entre una sociedad republicana y el horror de la dictadura franquista y las diferencias que había sólo por el hecho de haber nacido mujer y querer serlo de pleno derecho.
Por segundo año consecutivo, la organización de un taller literario en la Casa de la Dona previo a la convocatoria del certamen ha servido para mejorar notablemente tanto el número de relatos
Informa Nou Horta. Mislata
La maestra (2 de 2. FIN)
Antes de irme de casa de mi antigua maestra, esta me pidió que subiera con ella hasta un altillo de la vivienda, al que se ascendía por una empinada escalera de hormigón. Y de un escondite secreto, extrajo un atadijo de libros que ceñía una cinta de color verde. Me lo entregó y yo, sujetando el paquete con un leve temblor de manos, leí, en voz queda, el título y el autor del libro que ocupaba la parte de arriba, cuya portada era visible: “Versos y oraciones de caminante”, de León Felipe. Después, eché una rápida ojeada a los lomos de los restantes libros, y advertí que sus autores eran todos ellos republicanos, muertos o en el exilio. Mientras nos abrazábamos calurosamente, bajo el dintel de la puerta y con la calle a la vista, la maestra me susurró al oído: <<“Caracortada”. Así nombró uno de los falangistas a otro de sus camaradas. Es un apodo que no olvidaré en tanto me quede un aliento de vida>>.
A partir de ese día, nuestras citas en su casa y las frugales meriendas se repetirían de manera periódica. Yo le retornaba los libros, devorados más que leídos, y ella me abastecía de nuevas obras de los mismos o distintos autores. Recuerdo que nos pasamos toda una tarde de lo más entretenida comentando las impresiones que nos había causado a cada uno la lectura del cuento Cándido, del escritor y filósofo francés Voltaire. Ella, que veía que el aguijón de la poesía me había inoculado una desbordante y arrebatadora pasión, comenzó a animarme a escribir mis propios poemas. Y yo no tardaría en mostrarle mi escueta cosecha lírica. Y aunque ella se divertía adoptando una fingida actitud de sesuda e inflexible crítica, ahora es el momento de poner negro sobre blanco mi eterna gratitud hacia sus certeros análisis. Pues me educó el gusto por la palabra y la imagen.
Un sábado por la noche mi hermano mayor organizó una timba con sus amigos en casa, aprovechando que nuestros padres se habían marchado a pasar el fin de semana a la Sierra Calderona. Entre mano y mano de cartas, los jugadores se tomaban un descanso y las copas de coñac se apuraban en un par de tragos. Yo presenciaba la escena desde mi habitación, a través de la puerta entornada. A medida que los efluvios del alcohol y la franca camaradería que reinaba en el ambiente comenzaron a soltarles la lengua y sus conversaciones, aderezadas de vocablos gruesos y soeces, estallaban en cada punto y aparte arrancando una polvareda de enérgicas risotadas y una algarabía incontenible, ya no pude yo postergar por más tiempo la decisión de cerrar mi cuaderno de tapas de hule, en el que intentaba plasmar inútilmente el fruto de mi perezoso estro. Entonces, uno de los amigos de mi hermano, con la mirada vaporosa y la voz entrecortada, se dispuso a declamar párrafos del mitin que pronunció el líder de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, en el Teatro de la Comedia de Madrid el 29 de octubre de 1933. Al finalizar su declamación, los demás se levantaron con torpeza y brusquedad de sus sillas, que derribaron y acabaron esparciendo a patadas por el suelo, y efectuaron de manera sorprendentemente sincronizada el saludo fascista brazo en alto. Espoleado por la nostalgia, mi hermano asumió el relevo de su camarada e inició el relato del día en que se las tuvieron tiesas en la batalla de Teruel contra el Ejército Popular de la República, y un proyectil de mortero explosionó cerca de él y una esquirla le sajó la mejilla dejándole como recuerdo indeleble la cicatriz que lucía en la cara. Otro de sus camaradas, prorrumpiendo en una descomunal carcajada, puso la coda al sucedido narrado por mi hermano mayor: “¡Es nuestro Caracortada! Como el mafioso de la película Scarface”.
Un irrefrenable llanto me estorbaba de continuo la terrible confesión que consideré de justicia hacerle al día siguiente a mi maestra en su casa. Yo apoyaba la cabeza sobre su regazo. Ella me acariciaba delicadamente el pelo y se afanaba en consolarme. Pero era en vano. Mis lágrimas manaban como si mis ojos contuvieran un venero inagotable. A mi hermano mayor sus camaradas falangistas le habían puesto el apodo de “Caracortada”. Y yo no podía soportar la sospecha de que él hubiera sido uno de los individuos toscos, vocingleros y malencarados que irrumpieron en casa de mi maestra y se llevaron a la fuerza a su marido, sin escatimarle ningún gratuito sufrimiento, y luego lo fusilaron contra la tapia trasera del cementerio de Paterna. “Mi hermano se merece correr la misma suerte”, dije, y no me sorprendió en absoluto ni el desapego ni la dureza con que pronuncié esa frase, así como tampoco que mis ojos estuvieran repentinamente secos.
Dejé de ir por casa de Violeta. Aunque no interrumpí las visitas porque me arrepintiera de mi confesión. No. Claro que no. Sin embargo, mentiría si dijera que no aguardaba con inquietud, temor y espanto el fatal desenlace del ajusticiamiento de mi hermano falangista, “Caracortada”, a manos de la partida del maquis de la que era miembro el hijo de mi maestra. Siempre que regresaba del instituto cada tarde a mi domicilio escudriñaba desde la distancia si las luces de la vivienda se encontraban todas encendidas en señal de duelo y un tropel de vecinos accedía a ella para velar el cadáver de mi hermano.
Después de varios meses, volví a ir al Cine Cervantes. Mi hermano mayor aún seguía vivo. Al terminar la proyección de la película La máscara de hierro, de James Whale, salí apresuradamente de la sala. Pero en el vestíbulo se encontraba mi maestra. Se acercó a mí y me entregó un grueso paquete de libros. “Mi hijo lleva meses combatiendo junto a la Resistencia francesa contra los nazis. Pero si hubiera seguido en el monte con los maquis, yo nunca le habría contado nada de lo que tú me revelaste. Puedes estar seguro de que mi mayor recompensa será enterarme algún día de que has alcanzado la gloria literaria que sé que te aguarda”. Estas palabras fueron las últimas que le escuché a mi maestra. Murió dos días más tarde. Yo nunca supe que padecía, aun antes de nuestro primer reencuentro, una enfermedad terminal.
FIN
Enrique S. Cadesín Fenoll
La maestra (1 de 2)
A las maestras republicanas
No hay un solo día que pase que no me acuerde de mi antigua maestra. Si hoy tengo la fortuna de ser un reconocido poeta, todo, absolutamente todo, se lo debo a esa extraordinaria mujer. Ella, en aquellos años oscuros, tristes y peligrosos de la posguerra, me abrió de par en par las ventanas a una literatura por la que la dictadura franquista sentía verdadera repulsión y hacia la que no ocultaba su saña. De hecho, cuando a los fascistas se les presentaba la ocasión de incautarse de ejemplares de esos textos que habían previamente proscrito, los reducían a cenizas tras alzar públicas piras muy celebradas por sus entusiastas partidarios.
Al cabo de varios años de finalizada la contienda civil, provocada por el golpe de estado concienzudamente planificado y ejecutado por los militares sublevados contra el legítimo gobierno de la Segunda República, volví a ver a la mujer que había sido mi maestra durante la enseñanza primaria. Por aquel entonces yo contaba quince años. Y el encuentro casual se produjo un domingo por la tarde, en el Cine Cervantes. Yo había ido a ver la película La fiera de mi niña, dirigida por Howard Hawks e interpretada en sus papeles protagonistas por Katharine Hepburn y Cary Grant. Aún no se habían encendido por completo las luces de la sala, y seguían proyectándose en la pantalla los títulos de crédito del filme, cuando la reconocí. Permanecía sentada en la butaca de madera de una de las esquinas de la última fila. Un pañuelo estampado le cubría la cabeza. Estaba absorta, ensimismada, con la mirada extraviada en algún punto de la luminosa pantalla. Mientras me dirigía hacia ella, con el rostro enardecido por la emoción, comencé a rememorar un terrible suceso acontecido en el aula -y ahora que lo escribo, setenta años después, no atino a acertar qué misterioso engranaje mental pudo desencadenar ese recuerdo que, naturalmente, se me quedó grabado a fuego en la memoria. La maestra nos estaba recitando unos versos del Romancero gitano de Federico García Lorca, en concreto del poema Muerte de Antoñito el Camborio:
Lo que en otros no envidiaban, / ya lo envidiaban en mí. / Zapatos color corinto, / medallones de marfil… De súbito, la añosa puerta del aula se abrió de golpe y chocó ruidosamente contra un pupitre arrumbado detrás de ella. Lo primero que pudimos ver los colegiales fue una mano blanquecina agarrada del picaporte del lado exterior de la puerta, una blanda mano que sobresalía de la bocamanga de una sotana tan negra como el plumaje de un cuervo. Acto seguido, la reconocible figura del párroco se plantó ante el encerado y se quedó mirando fijamente, con ojos inyectados en sangre, el contorno que había dejado el crucifijo descolgado de la pared. Farfulló algo ininteligible y, a renglón seguido, se encaró con la maestra, a quien le espetó: “Me lo habían dicho, pero no me lo podía creer de usted. Pero ya veo que es verdad. Esto es un sacrilegio que más pronto que tarde tendrán que pagar con creces ustedes dos; su marido, el director del colegio, por dar la orden, y usted, por acatarla”, y abandonó el aula dejando un vago aroma a agua bendita, ya que aún aferraba de forma distraída en su mano un hisopo, y además lo hizo sin acabar de oír el argumento de la maestra acerca de que la República había dado instrucciones precisas al respecto de ese símbolo religioso que presidía las aulas de los colegios públicos, a tenor de la legislación que estaba desarrollando para crear una escuela pública, obligatoria, laica, mixta y de pensamiento libre.
Salimos juntos del cine y yo la acompañé hasta su casa, situada al final de la calle Campoamor. La maestra me invitó a entrar y me ofreció un vaso de leche en un pequeño plato donde también reposaban unos pasteles con exiguo relleno de boniato. Menos mal que el relato de cómo había transcurrido su vida desde la última vez que nos vimos, lo narró ella después de que yo diera buena cuenta de la merienda -la maestra solo ingirió una tacita de café de recuelo-, pues ese nudo que me oprimía la garganta desde sus primeras palabras, no me hubiera permitido de ninguna manera tragar alimento ni líquido alguno. Violeta, que así se llamaba mi maestra, me desveló que varios individuos toscos, vocingleros y malencarados, embutidos en uniformes de falangista, y ocupantes de los tristemente célebres coches de la muerte, irrumpieron una noche en su casa y sacaron a su marido a golpes de la cama y luego lo condujeron, vestido únicamente con el pantalón del pijama, a culatazos y a empellones hasta el vehículo parado en la puerta y con el motor en marcha. Un familiar lejano de la maestra bien relacionado con los jerarcas provinciales de Falange, le diría, algún tiempo más tarde, que a su marido lo habían fusilado contra la tapia trasera del cementerio de Paterna; sin embargo, ella jamás tuvo noticia del lugar exacto de la fosa común donde supuestamente lo enterraron. Por la mañana, casualmente, la maestra y su marido habían oído hablar en la radio al obispo de Salamanca, Pla y Deniel, el cual propugnaba “aniquilar la semilla de Caín”, en velada alusión a los maestros republicanos. De modo que a ella, según me dijo, no le cabía la menor duda de quién les había denunciado (y a mí, al oírle decir eso, se me apareció nítida la imagen de aquel clérigo protagonista de mi flash-back en el Cine Cervantes). Los falangistas, proseguiría Violeta, también fueron aquella noche en busca de su único hijo, de poco más de veinte años, que había combatido en la guerra con el 5º Regimiento de Milicias Populares, pero el joven, alertado de que su nombre figuraba en las listas que manejaban los encargados de llevar a cabo la vengativa y cruenta represión tras la victoria de las tropas franquistas, hacía semanas que había huido con su máuser al monte y se había unido a los maquis que componían la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón. La maestra, desde luego, tampoco salió bien parada. No solo fue sancionada con la pérdida de empleo y sueldo, sino que menudearon sus visitas al cuartelillo de la Guardia Civil, donde le infligieron severos castigos físicos con el objeto de sonsacarle el paradero de su hijo, aunque los castigos siempre resultaron estériles. “Esta misma mañana -me dijo, al tiempo que se descubría la cabeza-, ha sido mi última visita obligada al cuartelillo”. Y en seguida reparé, horrorizado, que le habían rapado el pelo al cero. “Así que me refugio en el cine, para evadirme de la nefasta y cruel realidad”, remachó su relato.
Continuará...