Torrent distópico

Viernes, 10 Noviembre 2017 10:12 Escrito por  Enrique S.Cardesín Fenoll Publicado en Enrique S. Cardesín Visto 2067 veces
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A Diana Gimeno

 

“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…”  

Por eso quiero contarlas, para que no se pierdan en el tiempo presente. Porque mi historia sucedió un día del año 2052. Supongo que os resultará extraño, quizá hasta inverosímil, o, sencillamente, un disparate más de tantos que emborronan las páginas de los burdos textos de ciencia ficción. Pero tenéis que creerme. ¡Yo vivo en el futuro! ¡Diantre!, después de esta asombrosa confesión mía, no es difícil imaginar que estéis deseando saber cómo he regresado hasta 2017. Solo os puedo confirmar que no existe ninguna máquina del tiempo. Hollywood ha hecho mucho daño con sus películas pseudocientíficas y de medio pelo. Sin embargo,  tengo prohibido transmitir cualquier otra información relevante. Lo siento. No es una excusa barata. Es que firmé un contrato de confidencialidad con la compañía que ha desarrollado la tecnología punta que ha convertido en realidad la fantasía humana de viajar al pasado. Si me voy de la lengua, según dispone la letra pequeña del contrato, los técnicos de la compañía procederán de inmediato al borrado del disco duro de mi cerebro, y acabaré vagando eternamente por la inmensidad de algún agujero negro, que ahora son de peaje; no os digo más. 

Aquel día, al levantarme de la cama, y luego descorrer la cortina de la ventana  y subir la persiana, tuve la certeza de que no iba a ser un día normal; porque, os adelanto, y esto sí que estoy autorizado a confesarlo, el futuro es tan monótono, gris y aburrido como el presente. Y los chuletones de Ávila solo se venden en las farmacias, con receta médica; la dosis recomendada es un chuletón de Pascuas a Ramos, que ha de tomarse  con dos gotas de vino tinto de Requena, que es el caldo que mejor marida con esas píldoras.

Lo primero que me sorprendió, al echar un vistazo por la ventana de mi habitación, fue la anómala tonalidad del cielo. Ni Jackson Pollock, aun vapuleado por una buena cogorza de expresionismo abstracto, hubiera sido capaz de pintar un cielo así. Una lámina de mercurio, eso es lo que parecía.  Y a ratos, aquel cielo emitía unos destellos intensamente rojos. Un parpadeo lumínico semejante al que emitían aquellas antiguallas que recibieron el nombre de aviones y que desaparecieron por culpa del globalizado ‘low cost’. En el futuro, del que yo vengo, cuando una especie se encuentra en peligro de extinción, se dice que está en modo Ryanair; no os digo más.

Al pisar la calle,  un chirimiri comenzó a empapar mi nueva cazadora vintage que había comprado ex profeso para este viaje al pasado, aunque pronto advertí que el líquido que estaba arruinando el basto tejido de mi cazadora no era agua sino una sustancia oleaginosa, como si el cielo estuviera perdiendo aceite. De modo que alcé la mirada, y un segundo después me quedé de una pieza. Ahí arriba, suspendida sobre mi cabeza, se hallaba lo que sin duda era una nave espacial, que ocupaba todo el cielo de Torrent, hasta donde se perdía la vista. Un número se repetía a lo largo de su base estriada: el 155.

Corrí a refugiarme bajo una de las múltiples marquesinas que inundaban la ciudad, en cuya pared vertical de cristal translúcido había instalada una televisión de plasma, que difundía noticias locales durante las veinticuatro horas. Pero el locutor que aparecía en esos momentos en la pantalla, anunciando un rimero de medidas parar restaurar el orden municipal,  era un completo desconocido para mí. Y el sonido de su voz, grave y oscuro, que parecía provenir de ultratumba, no solo me metía bien adentro el miedo en el cuerpo sino que me infligía unos escalofríos que recorrían mi espinazo a la misma velocidad que la banda ancha de mi nuevo móvil del tamaño de una mochila; no os digo más.            

Pero lo que me aterró de veras fueron las imágenes que ilustraban las palabras de ese sosias del monstruo del doctor Frankestein. Esas imágenes describían el instante preciso del desalojo del alcalde y de los concejales del consistorio municipal, sin darles tiempo a recoger los retratos de la familia. Y en seguida se vio a unas extrañas criaturas vestidas con ternos de color gris estatal pasando a ocupar los despachos, y en un plis plas cambiaron el mobiliario, el color de las paredes y las placas de las puertas. También comenzaron a desfilar por la cóncava pantalla las escenas de derribo de los símbolos identitarios de  la ciudad: las esculturas del xocolater y el granerer, y las cuatro ranas de su emblemática fuente.

He regresado a 2017, al año del origen del 155. Soy un Terminator, y me han encomendado una misión; no os digo más.   

 

Enrique S.Cardesín Fenoll