El engaño

Viernes, 26 Octubre 2018 11:15 Escrito por  Enrique S. Cardesín Fenoll Publicado en Enrique S. Cardesín Visto 1715 veces
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Nochebuena de 1961. En la tarde de ese día, un comandante de infantería, embutido en ropa de civil, irrumpió con ímpetu castrense en un taller de taxidermia situado en el casco antiguo de Torrent. Cuando el militar acabó su monólogo autoritario, breve y áspero, el taxidermista, la tez cerúlea, opaca la mirada, y los movimientos torpes y lentos, guardó en una vitrina los productos químicos de uso reciente, colgó de una percha el mandil, apagó las luces del taller y aseguró con un grueso candado de acero la persiana metálica que sellaba el establecimiento; entretanto el comandante de infantería, sin disimular su impaciencia, no dejaba de remangarse la gabardina para consultar la hora en su reloj de pulsera. El taxidermista no regresó a su casa para la tradicional cena navideña. A bordo de un avión del Ejército del Aire, ya prevenido en la base aérea de Manises, voló a la capital de Rusia. En la pista del aeropuerto internacional de Moscú, alfombrada de nieve, lo esperaba el embajador español, abrigado con un forro polar y tocado con el típico gorro con orejeras. Juntos se trasladaron en el vehículo oficial de la embajada hasta la Plaza Roja, donde se apearon. Fugazmente y sin estorbar la marcha, el taxidermista tuvo ocasión de extasiarse contemplando las iluminadas y coloridas cúpulas de la catedral de San Basilio y las torres y almenas de la muralla del Kremlin. De inmediato, el embajador y el taxidermista accedieron al mausoleo de Lenin, escoltados por el jefe policial responsable de la custodia del monumento funerario y por el experto embalsamador que cuidaba de la conservación de la momia del líder de la revolución rusa. El embajador cruzó unas palabras en ruso con el experto embalsamador; palabras apenas susurradas, puesto que guardar silencio dentro del mausoleo era de obligado cumplimiento. Sin embargo, el taxidermista cazó al vuelo el nombre de un lugar de sobra conocido por él: Palacio de El Pardo.    

El taxidermista, llamado Vicente, había continuado la tradición familiar. Nada más concluir la enseñanza primaria, y de común acuerdo con su padre, decidió aprender el oficio de disecar animales; el mismo que tuvo su abuelo y el mismo que aún desempeñaba su padre, quien había heredado de su progenitor el taller de la Plaza Mayor. Y pronto el joven taxidermista comenzó a desarrollar unas habilidades innatas, y sus primorosos trabajos cobraron rápidamente fama más allá de la provincia. A la muerte de su padre, Vicente se convirtió en el dueño del taller, e inauguró la etapa de mayor esplendor del negocio. La trastienda se fue poblando de una variada fauna de cadáveres de animales, mayormente mascotas que sus propietarios deseaban seguir conservando en el domicilio; una vez disecadas, claro. Aquel año de 1961, en el Antiguo Convento de Santo Domingo, sede de la Capitanía General de Valencia, el personal militar andaba a esas horas de la tarde ajetreado con los preparativos de la cena de Nochebuena. Pero una inesperada llamada telefónica, efectuada desde la residencia oficial del Jefe del Estado, alteró la monocorde rutina; aunque, en realidad, solo la del despacho del capitán general, ya que este recibió la tajante orden de discreción absoluta. De modo que un comandante de infantería, hombre de su máxima confianza, vestido de paisano y en su propio coche, dejó atrás la Capitanía General. Poco después, cruzaría el umbral del  taller de Vicente.

El taxidermista, una vez instruido adecuadamente en la técnica de embalsamar, pasó el resto de la noche en una habitación del mastodóntico Hotel Ukraina, que se asomaba a las aguas del río Moscova. El hotel fue construido en el periodo estalinista y era conocido popularmente como uno de los siete rascacielos de Stalin. Al romper el alba, el taxidermista repitió vuelo en el mismo avión de la fuerza aérea española, en sentido inverso, aunque el aparato no tomó tierra en Manises sino que lo hizo en la base aérea de Torrejón de Ardoz. Un automóvil negro con los cristales tintados y sin ningún signo externo que sirviera para identificarlo, lo acabó depositando en la zona de aparcamiento del Palacio de El Pardo. Salió a recibirlo una exigua comitiva formada por varios militares de alta graduación y un civil: el influyente marqués y cardiólogo que llenaba tantas páginas satinadas de las revistas del corazón. Vicente fue conducido sin tardanza a una dependencia del palacio habilitada como sala de curas, y en una cama de hospital, aún manchada de sangre, se topó con el cuerpo inerte, frío y yerto del Caudillo. El taxidermista estuvo en un tris de caerse redondo a causa de la terrible impresión, pero la mano de un militar, que le asió con nervio del brazo, salvó la delicada situación. Una voz sonora, curtida en el ejercicio de dar órdenes a mucha gente, brotó de la boca de un almirante cuyo blanquísimo uniforme refractaba la luz de una lámpara de quirófano, y conminó al taxidermista a que se dejara de tantos remilgos y se aplicase a la tarea de embalsamar el cadáver del Generalísimo. A continuación, Vicente se quedó solo, y al recorrer con la mirada el cuerpo sin vida del jefe del Estado, pudo observar las quemaduras en la cara y en el pecho, como si algún artefacto le hubiera estallado muy cerca. ¡Soberbio trabajo! –le dijo alguien a su espalda-. El taxidermista, al darse la vuelta, se sobresaltó y dio un sonoro respingo. ¡Oh, cómo…, pero… pero si es usted… y está … está vivo!    -balbuceó Vicente a la par que se restregaba los ojos-. No te inquietes, amigo. Que no soy ningún espectro. Sólo soy el doble de ese –dijo un individuo señalando el cuerpo acabado de embalsamar con un gesto de la cabeza-. ¡Maldita sea!, esta facinerosa tropa va a continuar alargando la siniestra dictadura hasta que yo me muera –sentenció el sosias del jefe del Estado, y luego se alejó de allí examinando el aparatoso vendaje que cubría su mano izquierda.

A la mañana siguiente, 26 de diciembre, y a punto de coger el tren expreso de retorno a Valencia, el taxidermista se acercó al quiosco de prensa y echó una ojeada a la primera plana de los diarios nacionales. Todos publicaban la escueta nota de la agencia de noticias EFE: “Su excelencia el jefe del Estado sufre leves heridas en la mano izquierda, como consecuencia de un accidente de caza en los montes del Pardo”. [Se omitía que su escopeta había explosionado]. Y a Vicente de nuevo le volvió a martillear las sienes la mafiosa amenaza que el almirante profirió a modo de despedida: “¡No habrá piedad para los delatores. Ni para su familia!” 

El 20 de noviembre de 1975, el taxidermista vio en la televisión la capilla ardiente con el cadáver del jefe del Estado. Y no le cupo la menor duda: aquel era el cuerpo que él embalsamó en 1961. De súbito, sintió una punzada de  tristeza al pensar en la suerte que habría corrido el doble del dictador. Y musitó: “Descanse en paz”.  

 

Enrique S. Cardesín Fenoll

Modificado por última vez en Viernes, 26 Octubre 2018 11:26