No sé lo que nos traerá el mañana

Viernes, 14 Diciembre 2018 10:48 Escrito por  Enrique S. Cardesín Fenoll Publicado en Enrique S. Cardesín Visto 1656 veces
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La torrentina Fina Abad era una estrecha colaboradora de la dirigente del sindicato anarquista CNT, Federica Montseny. Después de una agotadora gira propagandística por toda España, Fina se encontraba recobrando energías en su domicilio del barrio de Poble Nou. Al atardecer del día 30 de noviembre de 1935, cuando introducía en una ajada cartera de cuero los documentos con los planes estratégicos que quería mostrar esa misma noche a sus compañeros de la agrupación local de la CNT, alguien pulsó el timbre de su casa. Machaconamente. En seguida que Fina atrapó el telegrama que parecía estar a punto de echar a volar de la mano del empleado de correos, entendió la causa de tanta insistencia sonora; un telegrama siempre era portador de noticias urgentes e inaplazables. Sin moverse del umbral, desgarró el mensaje sellado. Y a medida que leía el texto, sus mejillas se fueron humedeciendo a golpe de lágrimas, con regular bombeo de sus ojos. <<Nuestro querido Ferdinand Personne ha fallecido hace un par de horas, en el hospital San Luis de los Franceses. Problemas hepáticos. Antes de dar su último suspiro, escribió: “No sé lo que traerá el mañana”. Besos. Ofélia Queiroz>>.

A Fina se le agolparon, con la fuerza de un turbión, todos los recuerdos de aquellos días de enero de 1934 vividos peligrosamente en Lisboa. La hija de Federica Montseny, Vida, que contaba un año, se había puesto enferma. Así que Federica le pidió a Fina que la sustituyese en el viaje que tenía previsto realizar, en compañía del también líder anarcosindicalista, José Buenaventura Durruti, a la capital portuguesa. El país vecino, gobernado con mano de hierro por el dictador Salazar, había sido sacudido recientemente por una huelga general insurreccional alentada por el sindicato anarquista luso CGT, a la que siguió una revuelta en diferentes ciudades jalonada de carreteras bloqueadas, ocupaciones de fábricas, trenes descarrilados… Fina y Durruti recalaron en Lisboa para diseñar la operación de fuga a España de uno de los cabecillas anarquistas de la revuelta, quien se había escondido en un piso franco del Barrio Alto, cerca del número 182 de la Rua Luz Soriano, donde estaba emplazado el hospital San Luis de los Franceses. Fina y su compañero se instalaron en la vivienda particular de un administrativo, leonés como Buenaventura Durruti y de ideario ácrata, que desempeñaba sus funciones en la embajada española, en cuya sede de la avenida da Liberdade flameaba la bandera roja, amarilla y morada de la Segunda República. A la mañana siguiente de su llegada, Fina y Durruti salieron de la casa del funcionario leonés, en el barrio del Chiado, con vistas a la Praça Luís de Camoes, y cogidos de la mano, igual que una pareja de enamorados, comenzaron a ascender las pinas calles del Barrio Alto. Albergaban la intención de efectuar un primer reconocimiento visual de la zona limítrofe al piso franco, si bien habían descartado entrar de momento en contacto con su clandestino inquilino; antes debían –era de manual- cerciorarse de que nadie controlaba subrepticiamente sus movimientos. De vuelta hacia el Chiado, Fina y Durruti se echaron una mirada con el rabillo del ojo, un gesto que descifraron al unísono: ¡alarma! Dos sombríos sujetos, que vestían gabardina gris y se tocaban con sombrero de ala corta, se habían cruzado con ellos a la subida y a la bajada. De modo que Fina y Durruti se metieron en el cercano café A Brasileira y buscaron refugio en una mesa del fondo, desde la que poseían una diáfana visión de la entrada al local. Sentados a la mesa contigua, había una joven de finos labios y recortada melena castaña que dejaba al descubierto su cuello y un hombre con gafas de miope y bigotito de forma geométrica, unos once o doce años mayor que ella. “No quiero recibir más cartas de Alberto Caeiro. Sabes que no lo soporto. Que le profeso un odio eterno. Quizás más que al imbécil monárquico de Ricardo Reis. Te has enterado, ¡Ferdinand Personne!”- palabras que pronunció acremente la mujer y que captaron Fina y Durruti. Sin embargo, estos dejaron rápidamente de prestar atención a la conversación de sus vecinos de mesa, al ver que irrumpían en el café los dos individuos de la gabardina y el sombrero. Y una mueca de inquietud ensombreció los rostros de Fina y Durruti. Algo que no le pasó desapercibido a la joven de finos labios. 

- Venid, sentaos aquí con nosotros –susurró la chica, acercando su boca a la oreja de Fina-. Esos dos tipos que acaban de entrar son miembros de la policía política salazarista –una revelación que sin duda deshizo cualquier reticencia a aceptar la invitación-. ¡Hola!, yo soy Ofélia y él es…

- Ferdinand Personne, ¿no? -la interrumpió bruscamente Buenaventura Durruti, que se puso a su lado. 

-Ja,ja,ja…-Ofélia soltó una estruendosa carcajada, mientras su acompañante torcía el gesto, hondamente contrariado-.  No, claro que no. Se llama Fernando Pessoa. Mi amigo es un adicto a escribir poesía y prosa bajo otras identidades a las que dota de biografía propia; son sus heterónimos. Y también me envía cartas de amor firmadas por ellos. Sé que guarda en un baúl un manuscrito encabezado con el título ‘Libro del desasosiego’, pero el autor, misteriosamente, no es él sino  Bernardo Soares. De manera que yo he creado para Fernando otro heterónimo, en francés, Ferdinand Perssone, que traducido es Fernando Persona, pues el apellido Pessoa es muy común en Portugal y significa “persona”-explicó Ofélia, entre risas, y el aludido se sumó a la celebración de la ocurrencia apurando otro vaso de aguardiente de su marca preferida: Águila Real.

Los policías salazaristas continuaban sorteando mesas y cada vez estaban más cerca. En un acto irreflexivo, Fernando Pessoa cogió de la cintura a Fina y la besó apasionadamente, ante la manifiesta incomodidad de Ofélia. La argucia amatoria provocó que los policías se frenasen en seco y luego regresaran sobre sus propios pasos a la calle.  Acomodados en los asientos de madera de un tranvía amarillo de la línea 28, que los cuatro habían tomado en la parada del Chiado, Fina y Pessoa se miraban sin disimulo, los labios inflamados de deseo, sintiendo la lenta desaceleración de sus latidos. Ofélia y Durruti, en cambio, veían pasar por la pantalla de la ventana la arquitectura pombalina del céntrico barrio de la Baixa. Se apearon en Campo de Ourique, y enfilaron hacia el domicilio de Fernando Pessoa, en la Rua Coelho da Rocha, 16. Y no tardaron en percatarse de que un automóvil negro perseguía a cierta distancia la estela del tranvía amarillo. Lo que no consiguieron observar, porque ya alcanzaban el rellano de la primera planta, fue que el automóvil negro se detenía un poco más arriba.

No sé lo que traerá el mañana… Fernando Pessoa murió el 30 de noviembre de 1935. A los 47 años. De su baúl saldrían las obras de sus heterónimos, que lo convertirían póstumamente en uno de los escritores más importantes de la literatura universal. Prácticamente un año después, el 20 de noviembre de 1936, en plena guerra civil española, moriría el mítico líder anarquista, Buenaventura Durruti, que comandaba una columna de milicianos. Tenía 40 años. Pero la torrentina Fina Abad no podía saber nada de esto, en ese atardecer en el que recibió un telegrama y rememoró unos apasionados y locos besos.

 

Enrique S. Cardesín Fenoll

Modificado por última vez en Viernes, 14 Diciembre 2018 10:50