Los catedráticos de las sombras

Viernes, 13 Septiembre 2019 12:37 Escrito por  Enrique S. Cardesín Publicado en Enrique S. Cardesín Visto 1866 veces
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Esa fría mañana de enero de 1938, la gerencia del Hospital General de Valencia se había puesto en contacto telefónico con la comisaría de la Audiencia para denunciar el robo de diferentes sustancias químicas. Así que no tardó en aparecer por allí un funcionario del Cuerpo de Investigación y Vigilancia. “Soy el inspector Palacios”     –se presentó el policía, a la par que mostraba su placa. Y el responsable de la farmacia del centro hospitalario en seguida le señaló al inspector la cerradura violentada de un armario metálico. “Las sustancias que faltan, que usamos para realizar compuestos químicos, podrían ser letales si se administran a una persona de forma combinada, siquiera sea en una dosis mínima” –dijo el farmacéutico; tono de voz grave y el gesto adusto. Pero en el momento en que el inspector Palacios procedía a efectuar una inspección ocular del armario que había sido forzado, y en el que se almacenaban también numerosos medicamentos, empezaron a sonar las alarmas antiaéreas. Los aviones de la Legión Cóndor alemana volvieron a intensificar sus bombardeos sobre la ciudad. En esta ocasión arrojaron su destructivo cargamento de enormes bombas en la zona de la calle de la Paz y de Poeta Querol y causaron más de cien muertos civiles: hombres, mujeres y niños.  Los bombardeos fascistas se habían iniciado en febrero de 1937, cuando Valencia ya era la capital de la II República. No perseguían otro objetivo que atemorizar y desmoralizar a la población. 

 

Horas antes de los bombardeos, tres agentes de la Quinta Columna valenciana se encontraban reunidos en un piso de la Gran Vía Buenaventura Durruti, que así se había rebautizado Marqués del Turia. Los tres eran catedráticos de instituto: uno de matemáticas, otro de física y química y otro de francés. Y aguardaban ansiosos la llegada de la persona que ejercía de enlace con el servicio de información y espionaje del ejército franquista. Pronto oyeron el repique característico de unos nudillos contra la puerta del inmueble. Cinco golpes suaves e intermitentes. Era la señal convenida. Uno de los quintacolumnistas, el catedrático de francés, que trabajaba para la red clandestina traduciendo las noticias que captaba de emisoras extranjeras en la radio de su casa –y que escuchaba a hurtadillas de los vecinos-, brincó de su silla como impulsado por un resorte. Echó un vistazo a través de la mirilla y reconoció al enlace. Un tipo menudo y calvo, y embutido en un grueso abrigo. Sin embargo las gotas de sudor que perlaban su frente no eran consecuencia de la desmesurada prenda invernal, sino de la larga caminata que se había dado para asegurarse de que nadie le andaba siguiendo. Sabía que los servicios de seguridad republicanos pretendían su captura. Fue una visita muy breve. No era el momento de charlas intrascendentes. Reveló la hora y lugar exactos de los inminentes bombardeos, y abandonó el lugar. Luego, el quintacolumnista apodado el Químico hizo el reparto de los tres pequeños estuches que había preparado con mucho oficio durante la noche, y el reducido grupo alcanzó la calle de manera escalonada y a intervalos de tiempo cronometrados.

 

La Junta de Defensa Pasiva era el organismo encargado de coordinar la protección y resguardo de la población. Bajo su responsabilidad se llevó a cabo la construcción de nuevos refugios antiaéreos: públicos, como el de la calle Serranos; escolares, como el del edificio consistorial, en cuyo lateral se ubicaba la Casa de la Enseñanza; y en fábricas, como la de Bombas Gens, que había dejado de hacer maquinara hidráulica y se había puesto a fabricar granadas de mortero. Después de los bombardeos de esa mañana, una tensión fuera de lo común se palpaba en las dependencias de la Junta de Defensa Pasiva. Algunos delegados, por medio de mensajes cifrados, habían hecho llegar la noticia de los misteriosos sucesos ocurridos en tres refugios antiaéreos escolares. De modo que el militante de la CNT que dirigía la Junta consideró ineludible convocar en su despacho al comandante de la Guardia Popular Antifascista, conocida popularmente como la Guapa, que a principios de la guerra se había hecho cargo del orden público en sustitución de la Guardia de Asalto, y al comisario jefe del Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Los dos mandos policiales, a medida que el director les relataba la película de los hechos, fueron percibiendo sensorialmente en sus rostros el paso de la sorpresa inicial a una preocupación cada vez más alarmante. Eran conscientes de la gravedad del asunto. Y de la necesidad de mantenerlo en secreto. “Si llega a conocimiento de la opinión pública –confesaron los dos al unísono-, no sería descabellado pensar en la posibilidad de que se origine un estallido social muy violento”. Pero la propaganda fascista se apresuró a dar vuelo a la noticia por los canales de comunicación afines a su causa. Manejaban, claro, información de primera mano. “¿Por qué las autoridades republicanas silencian el hallazgo de nueve niños muertos en el interior de varios refugios antiaéreos? -bramaban machaconamente algunas emisoras de radio. El propósito era evidente: sembrar más terror, y un número mayor de víctimas, si se instalaba en la conciencia de la gente el miedo cerval a que sus hijos se resguardaran en los refugios antiaéreos municipales. 

 

El inspector Palacios había asumido la investigación por la muerte de los nueve escolares. Niños y niñas de entre diez y quince años. La carpeta con el informe preliminar de los forenses reposaba encima de su mesa. -“Examen externo: todos los cadáveres presentan un pinchazo en la parte dorsal del cuello, producido por una jeringa. Causa de la muerte: inyección de un cóctel químico letal”-. El policía era un profesional curtido y con muchos años de experiencia. Sin duda hubiera podido jurar que ya no le quedaba por ver ninguna barbarie más en su carrera. Pero se dio cuenta de que jamás había experimentado, como le sucedía con el caso que ahora tenía entre manos, tan descomunal sentimiento de rabia. “¡Os cogeré! ¡No descansaré hasta dar con vosotros, malditos asesinos!”–y su explosión de ira, que pilló desprevenidos a sus compañeros, provocó una conmoción general en la comisaría de la Audiencia. El inspector Palacios se agarró desde el primer momento a la pista buena, igual que un ave rapaz a su presa: el robo en la farmacia del Hospital General. Fue una labor de meses, paciente y meticulosa, pero al final dio con la persona que sustrajo las sustancias químicas, el arma asesina. Era un celador que simpatizaba con la causa fascista y que tenía su casa atestada de símbolos nazis. Y este hilo le llevó al ovillo de los miembros de la Quinta Columna, los catedráticos de las sombras. El juez decretó el ingreso en prisión de los catedráticos criminales, y el inspector Palacios se ofreció voluntario para conducirlos a la cárcel Modelo. Era la víspera del 30 de marzo de 1939. 

 

Al día siguiente, las tropas franquistas hicieron su entrada en Valencia en formación marcial. El inspector Palacios, aún orgulloso y satisfecho por el deber cumplido, decidió acudir por la tarde a la Plaza de Emilio Castelar para ver desfilar a la columna motorizada compuesta por la Guardia Civil y el Servicio de Orden Público. La muchedumbre que abarrotaba la plaza saludaba a los vencedores de la guerra civil brazo en alto. En un momento dado, el policía levantó la mirada hacia el balcón del Ayuntamiento. Y se quedó de una pieza. El Químico estaba allí, junto a las nuevas autoridades locales, en su mayoría vestidas con el uniforme falangista. Desesperanzado, el inspector se marchó a su casa.

 

Una descarga cerrada de fusilería resonó en la madrugada de Paterna. El inspector Palacios acababa de ser  fusilado en la tapia del cementerio y arrojado a una fosa común. Unas horas más tarde, en el Salón de Cristal del Ayuntamiento de Valencia, los catedráticos eran condecorados por su valiente contribución al triunfo del Nuevo Estado. Por sus actos de guerra heroicos.

 

Enrique  S. Cardesín Fenoll