No sonaron ni tres timbrazos. En seguida una voz de mujer retumbó dentro de la inmensa nave:
Don Regino, tiene una llamada de teléfono. El señor Bronston quiere hablar con usted.
El artista fallero Regino Mas descendió del andamio en el que estaba subido, en su taller de Benicalap, y se dirigió hacia la oficina donde le aguardaba la auxiliar administrativa auricular en mano. Manolo Huerta, su joven discípulo, lo siguió con la mirada y, a través de los grandes ventanales encristalados, permaneció atento a las gesticulaciones del maestro mientras conversaba. La voz le llegaba en un susurro apenas audible. Cuando Regino Mas colgó el teléfono, una expresión risueña se perfilaba nítidamente en su rostro. No precisó Manolo de otros indicios para concluir mentalmente que su laureado y ensalzado maestro había recibido buenas noticias. Y acertó de lleno.
- Manolo, vete a casa a preparar el equipaje. Nos vamos esta tarde a Madrid –le espetó Regino Mas en cuanto se plantó a su lado.
Samuel Bronston era un productor de cine estadounidense de origen ruso. Estaba emparentado con León Trotsky, uno de los personajes destacados de la revolución bolchevique. Bronston había comprado hacía poco unos terrenos en el término municipal de Las Rozas, a 25 kilómetros de Madrid. Pretendía construir allí los fastuosos decorados de su nueva película en España, ‘55 días en Pekín’. De manera que en poco tiempo se levantó en ese lugar una fiel reproducción del Palacio Imperial (la Ciudad Prohibida) con las murallas de la época a tamaño natural, y un barrio entero de Pekín, al que no le faltaba ningún detalle. Una magna obra de escayola y cartón piedra. Varios artistas falleros fueron contratados para su realización: Regino Mas, Vicente Luna, Salvador Debón y Modesto González.
Manolo Huerta entró a trabajar de aprendiz en el taller de Regino Mas con solo quince años. Ahora frisaba los veintidós. Se había convertido en un muchacho muy apuesto, alto y de complexión atlética. Poseía, desde luego, bastante predicamento entre las chicas. De lo que él era realmente consciente. Pero le adornaban otras virtudes, preferentemente apreciadas en su gremio: su soberbio dominio de la técnica y un innato sentido de la sátira. No en vano una mayoría de compañeros coincidía en augurarle un brillante futuro, y lo señalaban como el aventajado sucesor de Regino Mas. Por eso su mentor no vaciló en proponer su nombre al productor Samuel Bronston.
La actriz Ava Gardner residía desde hacía algunos años en Madrid. Una circunstancia que supuso un factor de peso a la hora de tomar la decisión de aceptar el papel en la película ‘55 días en Pekín’. Ella iba a encarnar a la baronesa rusa Natasha Ivanoff. Por la mañana firmó el contrato en un acto público celebrado en el Hotel Castellana Hilton, y por la noche lo festejó a su modo, bebiendo de manera compulsiva, como si no existiera un mañana, en el Villa Rosa, un tablao flamenco emplazado en el barrio de las Letras. No se perdió la fiesta ninguno de sus habituales acompañantes: toreros, folklóricas, y su pareja sentimental del momento, el guionista norteamericano Philip Yordan. Ava Gardner y su séquito ocupaban varias mesas pegadas a la pista. Los descorches de las sucesivas botellas de champán, y el batir de unas palmas sin gracia ni armonía, se solapaban con el zapateado del baile arrebatado de La Faraona. Los artistas falleros también habían acudido esa noche al local. Al día siguiente regresaban a Valencia. La réplica de la milenaria capital china, Pekín, lucía ya esplendorosamente en Las Rozas. Muchos corresponsales extranjeros, maravillados por la verosimilitud, enviaban fotos a sus familiares como si hubieran estado en China. Regino Mas llevaba enfrascado un buen rato con la narración del suceso mil veces contado del Consejo de Guerra al que fue sometido junto al literato Francesc Almela i Vives por burlarse en un artículo ilustrado del Movimiento Nacional y sus principales líderes políticos, y Manolo Huerta, que se conocía el episodio al dedillo, acabó por desentenderse del relato y se puso a recorrer visualmente la sala, como si fuera un operador de cámara que efectuara un movimiento de travelling. Inesperadamente, se topó con unos hermosos ojos verdes que se eternizaban clavados en los suyos. Ava Gardner se mordió tenuemente el labio inferior, resaltando el hoyuelo que partía su barbilla, y luego repitió varias veces una inclinación lateral de cabeza, lenguaje corporal que Manolo Huerta interpretó cabalmente: “Salgamos de este sitio”.
Durante el trayecto en taxi hasta el domicilio de la actriz, un edificio residencial en El Viso, solo tuvieron tiempo para una ávida exploración de la gruta de sus bocas. El minucioso y moroso reconocimiento del resto de su anatomía les entretuvo el resto de la noche. Deliciosamente saciados, y sin deshacer la soldadura de sus cuerpos entrelazados, comenzaron a precipitarse plácidamente por el tobogán del sueño. Una dulce duermevela que fue bruscamente interrumpida por el alboroto que armó un despechado Philip Yordan, aporreando con brutalidad la puerta y bramando exabruptos, amenazas y ofensas.
La filmación de la película se inició un sofocante 2 de julio de 1962. Ava Gardner había conseguido que el departamento de producción contratara a Manolo Huerta como figurante. Pero él no se engañaba acerca del futuro de su relación con la actriz. Sabía que no pasaría de ser otro más de los efímeros romances de ella. De modo que cada instante con Ava Gardner él lo vivía con plenitud: en su camerino, durante las pausas de rodaje; en su casa, a merced del tempestuoso oleaje de las sábanas. Náufragos del amor que habían sido arrojados a un paraíso artificial, sostenido por la hoguera del alcohol y el delirio sexual. La actriz aguantaba muy bien la bebida y podía interpretar perfectamente; sin embargo, se presentaba a menudo con retraso en el plató. Charlton Heston, el actor protagonista, que interpretaba a un oficial de los marines, no tardó en dar muestras de su hartazgo por la actitud, a su juicio, tan poco profesional de Ava Gardner. Y empezó a conspirar contra ella, con la inestimable ayuda del perfecto aliado: el resentido guionista Philip Yordan.
Manolo Huerta entró en el camerino de Ava Gardner después de participar como extra en una de las batallas de la película. Reía como un niño. Porque no podía quitarse de la cabeza la graciosa anécdota acontecida en el rodaje. Era una mañana muy calurosa. Tórrida. Después de cada toma, los que hacían el papel de muertos se movían para ponerse a la sombra. Lo que provocó que el director de la segunda unidad exclamara a voz en cuello: “Los muertos quietos”. A Manolo Huerta, tras contar la anécdota, le sorprendió el extraño mutismo de Ava Gardner, ella que era tan dada a celebrar bulliciosamente los chascarrillos. La actriz bebía compulsivamente de una botella de whisky. Había otras botellas vacías alfombrando el suelo del camerino. Parecía decidida a consumir su vida a tragos. Se encontraba a medio maquillar. El espejo le devolvía la imagen de la desolación, de la derrota. Estrujaba entre las manos el trozo del guion del día. Rabiosamente, lo estrelló contra la pared. Manolo Huerta lo recogió y le echó una ojeada. El personaje de la baronesa moría. Y ni siquiera se había superado la mitad del metraje de la película. Charlton Heston y Philip Yordan habían consumado su venganza. Una venganza que iba a arrastrar todo a su paso. También un romance.
Enrique S. Cardesín Fenoll
A Matilde Cava