Tiempo de pistoleros

Martes, 14 Marzo 2023 11:52 Escrito por  Publicado en Enrique S. Cardesín Visto 95 veces
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No se recordaba un marzo tan ventoso en Barcelona, como ese de 1923. Jordi vivía realquilado en una casa situada en pleno corazón del barrio del Raval. Desde su habitación, angosta y húmeda, sentía los rítmicos golpes de las contraventanas de las viviendas vecinas, que eran sacudidas con violencia por las fuertes ráfagas de viento. Cada tarde, él acostumbraba a echar un sueñecito, sin desvestirse, con la colcha por encima, después de volver de La Canadenca, la empresa de electricidad donde trabajaba, en la sección de facturación. Pero el molesto ruido de los postigos golpeando contra la pared o contra el marco de las ventanas, le había frustrado esa tarde su breve siesta. De modo que se incorporó en la cama y se puso a leer un ejemplar atrasado del Diario de Barcelona. El mesero de la fonda donde almorzaba con asiduidad —el económico menú de la casa— se lo guardaba cada día al cierre del establecimiento y se lo entregaba a la tarde siguiente, y Jordi se lo llevaba bajo el brazo a su casa, para empaparse bien de las crónicas, los reportajes, los artículos de opinión… De pronto, un sonido diferente al que venían produciendo los postigos a causa del viento, lo sobresaltó de tal manera que el periódico se le cayó de las manos, desplegado, y sobre la cama parecía el embozo de una sábana confeccionada con papel impreso. La detonación había sonado muy cerca. Por eso Jordi estaba seguro de que la había producido un disparo de pistola. La ventana de su habitación daba a la calle de la Aurora. Descorrió la cortina, que mostraba el bajo deshilachado, y sacó la cabeza por la ventana. Oyó varias detonaciones de nuevo. Al cabo de unos instantes, de la esquina con la calle de la Cadena, surgieron tres individuos que corrían que se las pelaban con una mano en alto rematada por una pistola. El miedo se dibujaba en los rostros de las personas que se topaban fortuitamente con ellos. Por la forma de vestir, los tres con gabardina ligera, Jordi sospechó que eran pistoleros a sueldo de la patronal. En los últimos tiempos, preñados de conflictos laborales, estos matones componían una estampa cada vez más habitual de las calles de Barcelona. Casi siempre sangrienta. Jordi se embutió la chaqueta de pana y salió de casa. Al enfilar la calle de la Cadena, observó a una multitud dispuesta en círculo, a la altura del bar La Trona. Cuando llegó allí, vio que esas personas rodeaban el cuerpo sin vida de un hombre. Un saco le tapaba la cabeza, que aparecía aureolada por un charco de sangre. Y sobre la superficie de ese líquido viscoso y de color rojo oscuro, se mantenía un terrón de azúcar, que había ya adquirido una tonalidad también rojiza.

 

  Unos años antes, en 1919, Barcelona se quedó a oscuras. Los trabajadores de la hidroeléctrica Riegos y Fuerza del Ebro, conocida como La Canadenca, por su origen canadiense, protagonizaron una huelga a lo largo de los meses de febrero y marzo, para reivindicar mejoras laborales y salariales. Recibieron el valioso apoyo del potente sindicato anarquista CNT. Jordi era uno de los trabajadores que pertenecían a esa organización sindical, y pronto se ganó el respeto y la admiración de sus compañeros por su espíritu de lucha y su solidaridad. Algo que le llevó a formar parte de la primera lista de despedidos por la empresa, aunque al final acabó readmitido, como el resto de trabajadores que corrieron su misma suerte. La huelga resultó un éxito. Se logró por ley la implantación de la jornada laboral de ocho horas. La CNT celebró una Asamblea en la plaza de toros de las Arenas, a fin de informar sobre los acuerdos alcanzados con el gobierno. La gente llenaba los tendidos y el ruedo, en torno a la tarima de oradores. El último interviniente fue Salvador Seguí, uno de los fundadores de la CNT. Era pintor de profesión, y todos los que lo conocían coincidían en afirmar que tenía madera de líder: una oratoria sobresaliente y una envidiable capacidad de movilización de la clase obrera. Al finalizar el acto, los principales dirigentes del sindicato anarquista se citaron en la cafetería Tostadero, en la plaza de la Universidad, que era el lugar predilecto para sus encuentros informales o festivos. Por mediación de un estrecho colaborador suyo, Miguel Seguí le pidió a Jordi que se uniera a ellos. Había sido informado de su activo papel en la huelga, y quería conocerlo personalmente. Sentados uno al lado del otro en una mesa corrida del café, el joven Jordi le puso al corriente de su corta biografía. Le contó que su abuelo paterno era originario de un pueblo valenciano llamado Torrent, donde había sido propietario de un viñedo en el que cultivaba la variedad de uva moscatel. Cuando la plaga de la filoxera arrasó con todas las vides, él y su mujer decidieron emigrar a Barcelona junto con sus tres hijos menores, un niño y dos niñas. Su abuelo trabajó para un viticultor de la zona, que vendía sus uvas a una bodega productora de vino espumoso, y el padre de Jordi, recién cumplidos los catorce años, entró en una fábrica textil de Terrassa. Allí conoció al progenitor de su futura mujer, con quien hizo muy buenas migas. Este hombre residía en Sabadell y un día lo invitó a comer a su casa, y nada más ver a la hija mayor,  el muchacho se enamoró perdidamente de ella. Cuando los padres de Jordi se casaron, montaron su humilde hogar en Santa Coloma de Gramanet, donde su madre era empleada de una mercería, y al año nació él. Durante la narración de sus hechos biográficos, Jordi no perdió detalle de la curiosa costumbre que Miguel Seguí tenía a la hora de tomarse el café: se introducía el terrón de azúcar entero en la boca y lo iba deshaciendo con cada sorbo de la bebida. La invención del apodo fue obra de un compañero sindicalista. Y tuvo mucha fortuna. Puesto que, a partir de ese momento, a Miguel Seguí todo el mundo en Barcelona comenzó a llamarlo el Noi del Sucre. Fue el mentor  de Jordi, quien ya no dejaría de escalar puestos en la CNT.

 

  Los pistoleros que abandonaron a toda prisa la calle de la Cadena, efectuando disparos al aire para atemorizar y ahuyentar a los transeúntes, y dejando atrás un cadáver, se habían presentado horas antes de tapadillo en un edificio modernista del Paseo de Gracia. A través de los grandes ventanales de la última planta se podía contemplar una hermosa vista de la plaza de Cataluña. Alrededor de una mesa, larga y ovalada, permanecían a la espera varios de los empresarios más poderosos de la ciudad y el hombre solucionador de problemas y lugarteniente en la sombra del cruel y represor gobernador civil, Martínez Anido. A la sala de reuniones solo se le permitió el acceso al cabecilla de los matones. El encargo que le hicieron no ofrecía ninguna duda. Más claro que el agua, dijo uno de los empresarios, y luego no se anduvo por las ramas ni con tapujos en su exposición: Para acabar con la fuerza y el poder de la CNT, que abandera la mayor parte de los conflictos laborales, y está ocasionando demasiados quebrantos económicos a nuestras empresas y a nuestros bolsillos, no vemos otra solución que la de quitar de en medio, en todos los sentidos (y enfatizó esta última frase), a sus principales líderes. El lugarteniente en la sombra de Martínez Anido aportó de inmediato la información facilitada por un infiltrado, aunque se abstuvo, como era lógico, de dar ninguna pista sobre su fuente: Algunos dirigentes de la CNT se van a encontrar a primera hora de esta tarde con el político nacionalista Lluís Companys en el café Tostadero. Sin embargo, ese encuentro sería muy breve, por razones de agenda de los sindicalistas, que tenían otra cita en el barrio del Raval con el comité de huelga de una empresa metalúrgica. Un conocido de Jordi, parroquiano habitual del bar La Trona, al verlo aparecer por allí,, se apartó del círculo de personas que rodeaban el cadáver, y, después de saludarlo, no tardó ni un minuto en revelarle que había sido testigo presencial de los hechos. Pero Jordi no podía dejar de mirar ese terrón de azúcar que se mantenía sobre el charco de sangre. Y un mal presentimiento no paraba de martillearle las sienes. Pero el dolor aún se hizo más insoportable. Acto seguido de confirmarle su conocido la identidad del hombre asesinado. Traje oscuro, botines rojos, gorra. Es Miguel Seguí –le dijo-. Es el Noi del Sucre. Los pistoleros habían seguido a pie a los sindicalistas hasta el bar La Trona. Cuando Miguel Seguí se dirigía hacia la salida del bar, cogió de una mesa un terrón de azúcar y se lo metió en la boca. En cuanto pisó la calle, el cabecilla de los pistoleros le descerrajó una bala en la cabeza, casi a cañón tocante, y el terrón de azúcar salió despedido mansamente de su boca. Los esbirros del gobernador civil se apresuraron a llevarse de allí el cadáver. Dejaron a su paso un reguero de contusionados. Cada vez más obreros, tristes, dolidos, exaltados, se agolpaban en las calles del Raval. Jordi no se amilanó y se puso al frente de las revueltas. La noche llegaría cargada con malos augurios.

Enrique  S. Cardesín Fenoll

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