Los tiempos navideños, el final del año y el inicio del nuevo son propios para que, entre los seres humanos de nuestra cultura, se produzca un balance relativo a la satisfacción de nuestras expectativas en el tiempo pasado y la expresión de deseos de felicidad para el futuro.
De manera más o menos consciente, dedicamos mucho tiempo de nuestra vida a actividades que tienen que ver con la búsqueda de la felicidad sin que generalmente nos paremos a reflexionar acerca del alcance del propio concepto que, según el diccionario es el “estado de ánimo de la persona que se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o por disfrutar de algo bueno”, o bien la sensación de bienestar que experimentamos cuando alcanzamos nuestras metas, deseos y propósitos en ausencia de necesidades que apremien, ni sufrimientos que atormenten.
Más o menos así reza el credo utilitarista de John Stuart Mill (1806) al aceptar el “principio de la mayor felicidad” como fundamento de la moral, entendiendo de forma sintética, por felicidad el placer y la ausencia de dolor, y por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer.
El sentimiento de felicidad es un concepto indeterminado con implicaciones en las características individuales, sociales o culturales de cada cual y cuya concreción ha preocupado siempre a los estudiosos: una descripción esquemática se contiene en la conocida “Pirámide de Maslow” (1954), teoría que trata de jerarquizar las necesidades básicas de las personas partiendo del supuesto de que todos los individuos tienen cinco de ellas que desean satisfacer, de tal modo que una necesidad satisfecha no es motivadora del comportamiento, pero una insatisfecha genera malestar y desasosiego hasta su cobertura; por ejemplo, la necesidad de alimento no tiene efecto motivador apreciable sobre la conducta hasta que el alimento falta.
El primer bloque está constituido por las necesidades fisiológicas (alimentación, agua, aire, descanso, aseo), que nacen con la persona y la acompañan toda su vida.
En un nivel inmediatamente superior surgen las necesidades de protección o seguridad (ante el daño probable, el peligro y las amenazas) así como un deseo de aceptación social, afecto, amor, amistad, pertenencia a grupo o familia.
Superados estos dos grados, surge el de las necesidades sociales, de pertenencia a grupos o asociaciones, de relación e interacción social sobre base afectiva.
Y en la misma línea de relación con los semejantes aparece el bloque de las necesidades de autoestima (autonomía, éxito, prestigio, respeto y admiración por otros).
Resuelve el escalafón el bloque que tiene que ver con las necesidades de autorrealización, proyección individual, autodesarrollo y perfección personal, bloque que solamente aparece en aquellos individuos que consideran superados los anteriores.
Estos cinco tipos de necesidades están ordenados jerárquicamente en pirámide, según su importancia. Así las necesidades inferiores serían las fisiológicas y las más elevadas, las de autodesarrollo. Por ejemplo, si una persona se está muriendo de hambre o tiene una necesidad perentoria de ir al lavabo (entiéndase), es improbable que intente satisfacer sus necesidades de consideración y estima o de autorrealización sin haber resuelto esas urgencias con anterioridad. Según Maslow, cuando una de estas necesidades se encuentra razonablemente satisfecha en un individuo comienzan a predominar en su conducta las necesidades del nivel inmediatamente superior.
Es lógico deducir que la humanidad buscando el mismo objetivo a lo largo de los tiempos haya superado las bases para que la mayoría de las personas vean, al menos parcialmente satisfechas cada una de estas necesidades, si bien, por su propia naturaleza, las inferiores (en la base de la pirámide) suelen quedar más satisfechas que las superiores. De acuerdo con esta teoría, el ciudadano medio satisface sus necesidades fisiológicas en un 85%; las de protección en un 70%; en un 50%, las sociales; las de consideración y estima, en un 40% y en un 10%, las de autodesarrollo.
Por su parte, en una línea y con propósitos semejantes, el médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo Carl Gustav Jung, (1875-1961) plantea cinco causas de la felicidad, a saber: 1. Buena salud física y mental; 2. Buenas relaciones personales y de intimidad, tales como las de la pareja, la familia y las amistades; 3. La facultad para percibir la belleza en el arte y en la naturaleza; 4. Razonables estándares de vida y trabajo satisfactorio; 5. Visión filosófica o religiosa que permita lidiar de manera satisfactoria con las vicisitudes de la vida.
La teoría se acomoda a una observación de la conducta humana, con deducciones lógicas; así, sin salud, es difícil disfrutar de los otros puntos, resultando el segundo, sustento del primero, ya que una vida sin intimidad y sin relaciones afectivas hace que sea prácticamente imposible no sólo tener salud mental, también salud física.
El placer derivado de la percepción del arte y la naturaleza se acentúa cuando se han superado los factores anteriores. El cuarto punto de esta escala se sustenta en los anteriores y tiene que ver con la calidad de vida en general; finalmente, el quinto punto viene a ser una especie de comodín del conjunto, ya que a falta de otros factores en la lista, una visión filosófica o religiosa permiten generalmente superar el sufrimiento.
Cualquiera de estas dos estructuras que hemos apuntado u otras similares que puedan plantearse en la misma línea tienen el problema de que no resuelven dónde está el corte entre las necesidades a satisfacer desde el propio sujeto y las que van a depender del concurso de la sociedad.
Para reflexionar acerca de la felicidad en las personas, hay que destacar que el ser humano no reacciona ante los estímulos, sino ante la interpretación que hace de ellos, lo que explica claramente la importancia del aprendizaje y del factor social y medioambiental. (En una situación idéntica, un sujeto puede encontrarte muy feliz, al tiempo que otro está absolutamente descontento.)
Y para asociar cuanto llevamos expuesto con el título de este trabajo hemos de concluir afirmando que la percepción del bienestar y de satisfacción de necesidades varía en función de las generaciones y de la experiencia anteriormente vivida. Viene al caso a este respecto una reflexión considerada como memorable: “Las personas que han padecido guerras, privaciones, pobreza generalizada y ausencia de servicios afrontan las necesidades de su vejez con escasas exigencias”, cita de las Jornadas de Defensores del Pueblo en 2005.
En una reciente tesis relativa a “El Maltrato a las Personas Mayores”, se exponen los resultados de un trabajo de campo en el que se presentan a los encuestados (personas mayores institucionalizadas en centros de Castilla La Mancha y Comunidad Valenciana con resultados similares) una serie de hasta siete siluetas de caras que expresan desde la mayor tristeza a la mayor alegría, de tal modo que el interpelado se identifica con la silueta que más se asemeja al estado en el que él mismo se considera. Si establecemos la opción “normal” en la respuesta como una adecuada percepción del bienestar, podemos decir que casi el 70% de la muestra tiene una percepción positiva, destacando el volumen de quienes declaran hallarse “alegre, muy alegre, extremadamente alegre” con un total que se aproxima al 40%, mientras quienes se declaran extremadamente “tristes, muy tristes o tristes” rondan el 30%, porcentaje muy similar al de aquellos que dicen sentirse normal.
Del estudio se deduce también que el estado de salud es relevante para una percepción de bienestar personal positiva, alcanzando el 80% de “alegre” con un estado de salud regular, bueno o muy bueno, constatándose que los acontecimientos que se oponen al bienestar vienen a ser, por este orden, el fallecimiento de próximos y el deterioro físico propio o del compañero, otorgándosele escasa relevancia a otras cuestiones bien de índole económica o relacionadas con cambios de vida o traslados de familiares e incluso el divorcio propio o de parientes próximos.
Sobre la base de lo aquí expuesto venimos a concluir con la consideración de que las personas mayores tienen una percepción positiva de su bienestar, o sea, que se encuentran mayoritariamente dentro de un estado positivo de felicidad.
No disponemos de un trabajo de campo en la línea expuesta y que esté referido a personas “no mayores”, pero mucho nos tememos que los niveles de felicidad pudieran no ser tan satisfactorios, lo que, a primera vista, pudiera resultar paradójico.
Las personas que aquí llamamos mayores nacieron en crudos tiempos de guerra civil y posguerra. Se trata de una generación que vivió unida a la privación, la austeridad y el sacrificio, tanto desde el punto de vista social como en el propio ámbito de la familia y que, en general, “afrontan las necesidades de su vejez con escasas exigencias”, como hemos referido anteriormente.
La nación estaba empobrecida y las prestaciones públicas eran muy escasas y de calidad manifiestamente mejorable: desde las vías de comunicación a los medios de transporte, infraestructuras, servicios diversos y suministros de toda índole. Algunos productos alimenticios eran también limitados en cantidad, calidad o variedad. Y todo ello en el contexto de una sociedad extremadamente crítica y un tanto represora con las conductas individuales.
Como el ambiente era general y la problemática se venía asumiendo desde la más tierna infancia, la vida transcurría en un ambiente de conformismo al que contribuía la extrema escasez de dinero con que había que afrontar la realidad: el trabajo era poco remunerado y sus condiciones, insuficientemente reguladas: a falta de mecanización, en muchas ocasiones era preciso el esfuerzo físico; las condiciones de vida tenían sus carencias en los propios hogares: como no existía la televisión, se escuchaban las pocas emisoras de radio que emitían; si no se poseía instalación de calefacción, pues se encendía la chimenea; la cama se caldeaba con una bolsa de agua caliente si la había.
A falta de medios de transporte, los pocos desplazamientos de realizaban andando o en bicicleta; para ir a la capital desde los pueblos, se cogía el coche de línea; los más pequeños solían utilizar los vestidos de sus hermanos o parientes mayores… Y en este clima de generalizada y forzosa austeridad transcurría la vida de un modo más plácido de lo que cabría pensar. Ni qué decir tiene que en las zonas rurales (tan numerosas en aquella época) las condiciones de vida eran todavía más inhóspitas que en las ciudades.
El desarrollo económico, tecnológico y social ha sido tan grande y rápido que las nuevas generaciones han perdido de vista en muy pocos años aquel estado de cosas, cuya sola referencia les produce cuando menos indiferencia, puesto que ahora lo que se exige y de lo que se habla es de “derechos” por doquier: a servicios sociales de primer nivel, a una educación de calidad, a un puesto de trabajo bien remunerado, a vivienda en buenas condiciones de comodidad y confort, a todo tipo de infraestructuras, a subvenciones, a vacaciones, a subsidios, a un poder adquisitivo suficiente para cubrir todas nuestras expectativas.
Y en lógica consecuencia, cuando no se logra que todas esas exigencias sean satisfechas convenientemente, existe el riesgo de sentir frustración y consiguientemente, percepción de infelicidad.
Volviendo a la cita del principio, “las personas que han padecido guerras, privaciones, pobreza generalizada y ausencia de servicios afrontan las necesidades de su vejez con escasas exigencias”. Y de aquí que nuestros mayores tengan esa percepción de bienestar en contraste con estas nuevas generaciones que han vivido y viven en una cierta opulencia y con acceso a todo tipo de comodidades graciosamente otorgadas.
Sea en el ámbito familiar o en el institucional, nuestros mayores ven transcurrir su envejecimiento desde una perspectiva que mejora todo lo vivido y que afecta tanto a ellos como a sus descendientes. Disfrutan de servicios confortables, mayoritariamente gozan de una buena atención y ven crecer a sus hijos y a sus nietos con unas perspectivas que ellos no habían soñado.
Nos atrevemos a vislumbrar un cierto contraste derivado de la diferente percepción del bienestar que pudiera darse en un futuro, cuando lleguen a esa situación las personas de generaciones menos acostumbradas a sufrir.
Ernesto García Sánchez