El precio de la paz

Ella había tenido suerte. Había logrado escapar, la habían ayudado.

En unas horas, cuando el avión aterrizase en el corazón del primer mundo, estaría a salvo de la barbarie de su país. Se limpió los ojos pensando en el mensaje que iba a transmitir al llegar a Europa. Poco antes de subir al avión alguien la había felicitado por el acuerdo de paz alcanzado en el Congo. Les estrechó las manos como imaginó haría antes de dar su discurso.

Sintió nervios, no por el avión, por las mujeres congoleñas que viajaban con ella, en el mismo asiento, por no olvidar las palabras que guardaba para pronunciarlas sin miedo frente a cientos de ojos, frente a cientos de hombres poderosos. Apretó las piernas; ella había tenido suerte, pero muchas de sus paisanas congoleñas no, a pesar de los acuerdos de paz seguían sufriendo abusos, violencia sexual, eran separadas de sus hijas para convertir a estas en esclavas y a los hijos en niños soldados. Miró por la ventanilla, vio como se alejaba del suelo, se apretó así misma las manos para infundirse ánimos, para tener más presente aún a las víctimas invisibles que viajaban con ella esperando de Europa no solo vivir en esa aparente paz sino también en libertad.

Ella había tenido suerte, se dijo, ahora necesitaba ser fuerte.

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