Mi mujer llegó de la playa. «Voy a darme una ducha», la oí anunciar desde el dormitorio. «De acuerdo», le dije dando un traspié. Recogí mi ropa del suelo y previne a la muchacha que pretendía ocultarse en el armario.
Entre afligida y asustada se vistió temiendo un castigo horrible; la acompañé a la puerta protegidos por el ruido del agua. Envuelta en el albornoz mi mujer me preguntó por mi jaqueca. «Mejor, mucho mejor», afirmé con un ojo en el suelo, creyendo ver una prenda traicionera. «Te perdiste una mañana estupenda, el agua estaba deliciosa –repuso adelantándose a mí, canturreaba mientras escogía uno de los vestidos comprado el día anterior–. ¿Cuál te parece mejor, éste o éste?». No respondí, me limité a empujar aquello con la punta del pie bajo la cama.
El maître del hotel nos señaló una mesa junto a un ventanal asomado a la bahía. Mi mujer me anunció que tenía mucha hambre, no se decidía entre el pescado o la especialidad de la casa. «Es lo que tomaré yo», pedí a la camarera que se acercó silenciosa. La joven no fue capaz de mirarme a la cara, lanzó un par de destellos a mi mujer temiendo que sus ojos la traicionasen. En los postres mi mujer se excusó al baño bromeando sobre lo que le apetecía hacer después, en la habitación. La camarera sirvió la bandeja con los cafés, rozó mi mano al dejar las tazas. A punto estuvo de lanzarlas contra el suelo, se disculpó y salió corriendo. Mi mujer llegó pausadamente con las mejillas encendidas, el resto de las mesas se habían vaciado y el personal de servicio comenzaba a recoger los manteles. Le apetecía agua, resopló. Se la sirvió un camarero solícito, nos preguntó, mirándola de soslayo, muy sonriente, si todo había estado a nuestro gusto. Me pareció que ella le guiñaba un ojo: «Todo buenísimo».
En la habitación se tumbó en la cama, cansada, ya no quería mis caricias. «Hace mucho calor –me espetó dándose la vuelta–, si vas al aseo tráeme un vaso de agua». Fue ahí cuando empecé a sospechar. Tras el tercer cigarrillo en el balcón regresé con el agua. ¿Dormía? En la mesilla el vaso tropezó tintineando con un pendiente ajeno que, al instante, adiviné olvidado entre las sábanas sin cambiar. «Debiste haber venido esta mañana a la playa», susurró con ironía arrojando el agua.