Cuando despertó sintió un dolor punzante en la pierna. Hizo un amago para moverla. El dolor aumentó, convenciéndose de que estaba rota, que para salir de allí tendrían que rescatarle. Pero, ¿dónde estaba? Su recuerdo más reciente era junto al borde del pozo, luego vértigo y oscuridad. Entonces, ¿era eso, se había caído al pozo? Al menos podía mover los brazos, torpemente; las estrechas paredes de piedra le impedían extenderlos. Hizo un nuevo intento por cambiar de postura apoyando las manos en el fondo cenagoso. El dolor le obligó a quedarse inmóvil un rato largo, una hora, quizá más. Llenó varias veces los pulmones con el aire enrarecido pidiendo auxilio. Nadie contestó. Dolor, rabia, desesperación; todo a la vez, luego el miedo, la certeza de que el frio nocturno le mataría mucho antes de que le encontrasen allí abajo. Los brazos comenzaron a dolerle, la cabeza le zumbaba. Se orinó celebrando durante unos minutos el calor reconfortante, luego se puso a llorar. Masculló los nombres de las personas que le hubiera gustado tener cerca, abrazar, ahora que sus brazos se habían encallado. Rezó una plegaria, la única que recordaba de su infancia. Hacía tanto que no rezaba. Meditó si lo que le estaba pasando obedecería a una voluntad superior, a ese ser todopoderoso al que había dado la espalda durante años. Tosió con fuerza sintiendo náuseas, el hedor del lecho en el que se hundía. En sus pensamientos quiso convencerse de que no merecía aquel final, condenado lentamente a una muerte agónica. El fango le sumió, como sus pensamientos, en una profundidad creciente. Cuando sus ojos le impidieron ver más allá de aquella oscuridad se agitó desesperado, olvidando el dolor o lanzándose a él para encontrar la redención, la extenuación. Casi cubierto de lodo, respirando torpemente, asomó la nariz, la boca, escupiendo náusea. Tuvo un momento de conciencia tiritando de frio en un océano de pesadilla. En ese pensamiento la claridad se abría ante él, ya no existía el dolor ni la angustia, todo era blanco, etéreo. Imaginó que así debía ser el transito, el viaje hacia la luz. Ésta parpadeaba sobre él, se movía, ¿o era él quien se desplazaba? Luego unas voces lejanas, familiares. Un rostro desdibujado fue haciéndose más nítido, con lágrimas lavándole los ojos, divisó al fin un ángel embozado que le sujetaba la mano y le decía que todo iba a salir bien.
Ginés Vera
Informa Nouhorta.