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Gingerbread man cookies

El condado de Tweddale se llenaba de turistas cada primavera atraídos por los paisajes, los cottages y la deliciosa hospitalidad de sus gentes. Raramente se detenía alguno en el pueblo de Tobermouth al quedar apartado de la carretera principal y excluido de las guías turísticas. Sin embargo, en una de las casas, una anciana aguardaba en el salón atenta a las ventanas, a la espera de que uno de aquellos forasteros se detuviera en su porche. Cuando ello ocurría salía a abrirles con una agradable sonrisa invitándoles a pasar y a tomar una taza de té. Les ofrecía además pastas que ella misma elaboraba siguiendo una receta familiar tan antigua, presumía la anciana, como secreta, lo cual hacía sonreír a los turistas aceptando encantados. Pronto se establecía así una conversación cálida y afable; aquellos contaban de dónde venían, adónde se dirigían, el bullicio de Londres, Dublín o Edimburgo en comparación con la tranquila vida en el campo. La anciana asentía y les instaba a que tomaran otra de sus galletas agradecida de poder charlar con alguien. Se quejaba de estar demasiado tiempo sola desde la muerte de su marido en la guerra. Muy pocos se interesaban por los detalles de aquel, quizá al ver las fotografías en las paredes o sobre la cómoda. Casi nadie abusaba de las deliciosas pastas de té a pesar de la insistencia de la mujer ávida de noticias fuera del condado. Lo que sí les chocaba era un ruido que, de repente, se oía en otra estancia. ¿Tiene usted gatos?, preguntaban, o fingían pensando que se trataba de corrientes de aire. La sorpresa venía al ver irrumpir en el salón a un hombre uniformado como un lancero de Su Graciosa Majestad. Había quien se levantaba espantado, quien no podía moverse presa del pánico. En cualquier caso, la sorpresa duraba poco, el efecto de la droga en el té les aturdía. Luego la anciana daba cumplidas órdenes al soldado. Las ropas se quemaban, los objetos de valor se guardaban y los cuerpos acababan en el sótano, bajo tierra, en una fosa común. Si alguno parecía recobrar la conciencia durante el traslado o el enterramiento el hermano retrasado de la anciana, que nunca llegó a casarse, les golpeaba con saña. Los días de invierno la pareja pasaba largas horas contemplando su colección de tesoros aguardando con anhelo la llegada de la primavera y los turistas.

 

Ginés Vera

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