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Los últimos minutos

He de confesar que voy muy poco al cine, y que el cine que más me gusta es el francés (inevitable compararlo con el español), pero de eso hablaré otro día. La gran pantalla me atrae muy poco; es difícil concentrarse y disfrutar de una película rodeado de gente comiendo palomitas, mientras oscilas a derecha e izquierda para esquivar la cabeza que se ha puesto delante de ti, los móviles, los niños que patean el respaldo de tu asiento, los que no lo patean, los que no paran de hablar. La verdad, muy difícil. El precio de la entrada, por qué no decirlo, también me coarta un poco, así como los horarios y el mero hecho de tener que salir de casa, con todo lo que conlleva. Ya lo dice la sabiduría popular: “como en casa, en ningún sitio”. 

Dicho esto, también he de reconocer que la gran pantalla tiene sus cosas buenas, salvando todo lo antedicho: el tamaño (que sí importa), el sonido, la definición y, prácticamente, nada más. Pero vayamos al sonido que es de lo que yo quería hablar. En el cine, hemos de considerar dos tipos de sonido, no me refiero al Dolby estéreo, ni al sourround, ni al digital, ni a nada de eso, me refiero a los dos sonidos fundamentales: el sonido fuerte, que es lo que normalmente llamamos ruido, y que corresponde a unos 90 decibelios, y el muy fuerte, que es el ruido inaguantable con “picos” de 110 decibelios. A partir de 80 db, ya no es aconsejable y, sin embargo, todos los espectadores lo soportan como lo más normal, sin tener la posibilidad de regularlo como hacemos en casa. Vamos a ver, el sonido no es bueno ni es malo, pobrecico él, lo malo es el ajuste para las salas de cine. Pero vamos a lo bueno, que algo ha de tener de bueno todo esto. Hablemos de la música de cine, lo que se dice, la banda sonora; lo mejor de muchas películas. Supongo que todos los cinéfilos que estén leyendo esto coincidirán en que Ennio Morricone, Henry Mancini y Nino Rota son tres de los mejores compositores de bandas sonoras. Es un placer, por ejemplo, volver a ver “Cinema Paradiso”, sólo por disfrutar de esa música inigualable de Morricone y es un placer quedarse en la butaca de uno de esos grandes cines, cuando por fin has decidido ir después de superar todos los escrúpulos, quedarse en la butaca, digo, después de la última escena, cuando van pasando los interminables títulos de crédito en letras blancas, pequeñitas, sobre esa pantalla totalmente negra y, entre tanto, te regalan la banda musical completa, como una guinda sobre el pastel de crema, justo cuando todo el mundo ya está por mitad de los pasillos como si hubieran anunciado la colocación de una bomba o se acordaran entonces de que tienen el coche mal aparcado. Esos minutos últimos son los mejores y nadie lo ha comprendido aún. 

Rafael Escrig

http://rafaelescrigfayos.tk

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