El periódico El Torrentino, del que era director y fundador Vicent Marín, alcalde de Torrent, traía ese día en su primera página el artículo titulado ‘Neutralidades que matan’. Este artículo había sido publicado sin firma en el Diario Universal, órgano del partido liberal, algunos meses atrás, a raíz de que el presidente del Consejo de Ministros, el conservador Eduardo Dato, declarase la neutralidad española ante la Primera Guerra Mundial.
Una conflagración que había estallado en el verano de 1914, tras el atentado de Sarajevo, donde perdieron la vida el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austrohúngara, y su esposa Sofía, como consecuencia de los disparos efectuados a bocajarro por un miembro del movimiento nacionalista Joven Bosnia. En los corrillos y cenáculos políticos se atribuía la autoría del citado artículo, en el que se propugnaba que España se implicara en la Gran Guerra de forma activa, a don Álvaro Figueroa y Torres, más conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, jefe de las filas liberales, en las que también se integraba el alcalde torrentí. Vicent Marín siempre había manifestado sin tapujos sus simpatías hacia los aliados, para disgusto y cólera del líder de la oposición conservadora en el ayuntamiento, Tiburcio Pérez, germanófilo a carta cabal. Como cada mañana, el director del Hotel Vedat, Pepe Bartual, se encontró encima de la mesa de su despacho un ejemplar de El Torrentino. Y a través de la fina columna de humo que ascendía de su taza de café, muy caliente y fuerte como a él le gustaba, leyó el artículo de cabo a rabo.
Aunque se mostraba perplejo por el hecho de que el alcalde, que también era el dueño del establecimiento que él dirigía desde su apertura, hubiera tomado la decisión de volver a publicarlo al cabo de tanto tiempo. Vicent Marín había mandado construir a su cargo el Hotel Vedat, un lujoso edificio, de aspecto palaciego, emplazado en la prolongación de la calle Padre Méndez, con el propósito de convertir los terrenos que rodeaban la montaña del Vedat en un atractivo lugar de veraneo. Además, regaló parcelas a ilustres personajes de diferentes ámbitos profesionales -el escritor Vicente Blasco Ibáñez fue uno de los afortunados-, con la sola condición de que erigiesen allí sus chalés en un tiempo determinado.
El Hotel Vedat se inauguró a principios de 1914 sin que ninguno de sus primeros usuarios presagiara el tipo de personajes que unas semanas más tarde ocuparían sus habitaciones y se pasearían por sus amplios y bellos jardines. Los empleados del Hotel Vedat, como la ciudadanía española en general, se encontraban divididos a partes iguales entre aliadófilos y germanófilos. Cada vez que surgía el tema del conflicto bélico, en el transcurso de las comidas que compartían, los partidarios de un bando o del otro no se limitaban a las alharacas por las victorias de sus ejércitos en el campo de batalla, sino que les encantaba zaherir y meter el dedo en la llaga a los contrarios hasta sacarlos de quicio.
De modo que se originaban en la mesa inflamadas trifulcas que alcanzaban en seguida un peligroso grado de violencia y agresividad, y a las que, impepinablemente, la autoridad de Pepe Bartual ponía fin de manera tajante, sin necesidad de rudos aspavientos ni estridentes gritos; le bastaba con alzar una mano y exhibir una dura y fría mirada. Y a nadie, después, se le pasaba por la cabeza enmendarle la plana; ni tan siquiera refunfuñar. El director era un hombre reservado, juicioso y solícito que se había ganado el respeto de sus subordinados.
Eduardo Dato había dimitido de su cargo y había cedido la jefatura del gobierno al conde de Romanones, quien había decretado la convocatoria de elecciones generales el 6 de abril de 1916. Así que los partidos políticos se hallaban esos días en plena efervescencia electoral. Vicent Marín, sin golpear con los nudillos en la puerta a modo de aviso -inveterada costumbre que tampoco en esta ocasión iba a quebrantar-, irrumpió en el despacho de Pepe Bartual. Y saltaba a la vista que venía dominado por una excitación que a duras penas podía sofocar. Pepe lo interrogó con la mirada, y el alcalde, ni corto ni perezoso, lo atenazó con sus fornidos brazos y lo alzó del sillón de cuero con la misma ligereza que si hubiera levantando un saco de plumas, y acto seguido le anunció: “Mañana el conde de Romanones da un mitin en el Ateneo de Valencia y ha decidido hospedarse esta noche en nuestro hotel. Me lo telegrafió hace dos días su jefe de gabinete”. –A Pepe se le iluminaron los ojos. Ahí tenía la respuesta al enigma del artículo publicado en El Torrentino: el alcalde le bailaba el agua al baranda de su partido-. “De manera que cursa las órdenes oportunas entre el personal a tu mando para que todo esté dispuesto a plena satisfacción del presidente y de su séquito”.
La noticia, claro, corrió como la pólvora, como alma que lleva el diablo, y no tardaron en aparecer por el hotel una serie de peculiares tipos. Y a Pepe Bartual le dio en la nariz, examinadas sus facciones y oído su acento extranjero, que pertenecían al gremio de los espías. No era dado a apostar por nada. Pero hubiera lanzado un órdago, como en el mus, tan seguro como estaba que esos especímenes pertenecían a los servicios secretos alemanes.
Bien es verdad que el director del Hotel Vedat nunca había desvelado sus preferencias, pero en su fuero interno coincidía con lo que había proclamado el republicano Alejandro Lerroux, “que Inglaterra y Francia son naciones que representan el derecho, la libertad, la razón y el proceso contra la barbarie”. Mientras Pepe Bartual se hallaba sumido en sus pensamientos, el recepcionista entregaba a los recién llegados las llaves de las últimas habitaciones que quedaban libres.
Desde su inauguración, era la primera vez que el Hotel Vedat colocaba el cartel de completo. La gente de Torrent, por su parte, tampoco quería perderse tan excepcional acontecimiento: la visita de un presidente del Consejo de Ministros, y una mayoría optó por acampar en los terrenos colindantes al hotel y montar una improvisada kermés, a la que no le faltó de nada, ni sus manjares campestres ni su baile amenizado por un tabal y una dolçaina. Una de las mujeres de la limpieza, que había trabajado en varios hoteles de Berlín durante un periodo de diez años, fue oyente involuntaria de una conversación en alemán. Un hecho que acabaría arruinando fatalmente las ilusiones y las esperanzas del alcalde torrentí.
Amparo Silla, que así se llamaba la mujer, fue víctima de un ataque de ansiedad frente al despacho vacío del director del Hotel Vedat. Un mozo, que observó la escena, corrió a auxiliarla y le dio aire moviendo la mano cual si fuera un abanico. Luego buscó por todo el hotel a Pepe Bartual, y al fin lo encontró ultimando con el jefe de cocina el menú especial de la noche. Amparo Silla, recobrada ya la calma, les contó al alcalde y al director que, a petición de los clientes, había acudido a la habitación para reponer las toallas del cuarto de baño, y entonces se enteró de que los alemanes planeaban extorsionar al conde de Romanones. Pretendían que firmase unos falsos documentos secretos en los que él, como jefe del gobierno, daba la orden de que se torpedeasen buques mercantes españoles para disponer así de la excusa perfecta para entrar en guerra junto a las potencias aliadas.
Unos falsos documentos que los alemanes le entregarían al rey Alfonso XIII, que era partidario de Alemania, para que forzase su dimisión y su renuncia a presentarse a las inminentes elecciones generales. Y el conde de Romanones desistió de hospedarse en el Hotel Vedat.
Enrique S. Cardesín Fenoll