El ulular de las sirenas y el tableteo de las baterías antiaéreas fueron los sonidos que acompañaron al inspector de policía durante su recorrido en un coche camuflado desde la comisaría de Ruzafa hasta la Estación del Norte. Un par de horas antes, Juan Gris, inspector del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, no oía otra cosa desde su despacho que el metálico teclear de las máquinas de escribir, que la mayoría de sus compañeros aporreaban solo con dos dedos. Se marchó de las dependencias policiales a renglón seguido de haberle encomendado el comisario un cometido muy específico: ponerse a disposición de la personalidad que venía esa misma mañana en tren a Valencia. Juan Gris había recibido la orden de ejercer de conductor y guardaespaldas del ilustre visitante mientras este permaneciese en la ciudad. El comisario no le desveló su nombre. Se limitó a mostrarle una fotografía. Sabía que el inspector no tardaría ni un segundo en reconocer al poeta oriolano Miguel Hernández. Su libro de poemas, “El rayo que no cesa”, era el libro de cabecera de Juan Gris. No quedaba nadie en la comisaría de Ruzafa que no le hubiera oído musitar, en el coche o en la oficina, algunos versos de la excepcional “Elegía”, incluida en ese texto: «Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida,/ un empujón brutal te ha derribado». El inspector era un hombre de ideas republicanas y de izquierda. Tras introducirse en el vehículo policial comenzaron a oírse las primeras explosiones. La aviación italiana volvía a bombardear El Grao, y las terroríficas sacudidas, a modo de sombría banda de música, formaron el comité de bienvenida que recibió a Miguel Hernández nada más poner un pie en el andén. Al observar su indumentaria, pantalón de pana y espardeñas, el inspector en seguida recordó uno de los datos biográficos del poeta: a los quince años abandonó los estudios por decisión paterna y fue pastor de cabras. Tiempo después, otro insigne vate, el chileno Pablo Neruda, lo definió como El muchachón de Orihuela. Miguel Hernández, en los inicios de la guerra civil, se alistó al 5º Regimiento de Milicias Populares, un cuerpo militar de voluntarios republicanos que se forjó por iniciativa del Partido Comunista de España. De manera que su presencia en Valencia, con el propósito de asistir al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que él era firmante de la ponencia general, al menos lo iba a alejar temporalmente de los frentes de guerra. Al salir de la estación, Miguel Hernández contempló desde la distancia las balaustradas y las escaleras de piedra de la plaza Emilio Castelar. Luego, el inspector lo trasladó a su lugar de alojamiento, en el nº 42 de la calle de la Paz, donde se ubicaba la Casa de la Cultura, que presidía don Antonio Machado. A su llegada, Miguel Hernández manifestó su vivo interés en saludar y mantener una breve conversación con el maestro Machado, pero este había fijado su residencia en una casa de la localidad de Rocafort, conocida como Villa Amparo, y ese día aún no había salido de ella, habida cuenta de que se podía ver a su chófer oficial cómodamente arrellanado en un sillón de la Casa de la Cultura y enfrascado en la lectura del periódico El Mercantil Valenciano. Entonces, Miguel Hernández le pidió al inspector que pasara a recogerlo a última hora de la tarde. «Después del almuerzo y de una fugaz siesta –dijo-, tengo intención de trabajar un rato en mi nuevo poemario». En el trayecto, Juan Gris se había atrevido a confesarle a Miguel Hernández que cada noche antes de acostarse releía varios poemas de “El rayo que no cesa”, y se lo demostró recitando de memoria y entero uno de los sonetos del libro, aquel cuyo primer verso endecasílabo decía “Te me mueres de casta y de sencilla”. De ahí que Miguel Hernández quiso ahora corresponder al inspector con otra confidencia: «”Viento del pueblo” es el título que tengo pensado para la obra que estoy a punto de dar por concluida». De regreso a la comisaría de Ruzafa, Juan Gris se percató de que el automóvil de color negro que estaba parado al otro lado de la calle de la Paz, era el mismo que a él le había llamado poderosamente la atención momentos antes en la Estación del Norte, por la razón de que sus dos ocupantes exhibían una sospechosa actitud vigilante. Algo que ya no se pudo quitar de la cabeza.
Una noche, establecida ya cierta confianza entre ambos, el inspector le preguntó a Miguel Hernández si deseaba acudir a una tertulia de intelectuales valencianos, y el poeta no titubeó lo más mínimo en su respuesta: «Claro que sí». La tertulia era conocida como El Ballenato y se celebraba en una finca rodeada de huerta y naranjos en el término municipal de Torrent. Antes de la guerra civil, la finca había sido propiedad de los jesuitas y estaba destinada a Casa de Ejercicios Espirituales. Durante la contienda se constituyó en ella la sede central del Estado Mayor del Ejército de Levante, y el sitio recibía el nombre en clave de Posición Pekín. Uno de los asiduos a la tertulia instituida en la Posición Pekín era el doctor Juan Peset Aleixandre. Había sido rector de la Universitat de València, y, como presidente de Izquierda Republicana en Valencia –el partido fundado por Manuel Azaña–, se presentó como candidato del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y resultó elegido diputado en las Cortes españolas. Fue el candidato más votado en la circunscripción de Valencia-capital. A Miguel Hernández y al doctor Peset Aleixandre les unía la mutua devoción por el poeta Luis de Góngora. Así que muy pronto entablaron una estrecha relación; lazos de amistad que permanecerían inextinguibles hasta que sus vidas acabaron truncándose trágicamente al cabo de unos pocos años (“temprano levantó la muerte el vuelo”) y con una escasa diferencia de meses entre sus dos muertes: Juan Peset Aleixandre sería fusilado en mayo de 1941 en Paterna por el régimen franquista y Miguel Hernández fallecería en la enfermería de la prisión de Alicante en marzo de 1942 después de un periplo de varios años por distintas cárceles fascistas. Algunas noches, el poeta y el médico optaban por abandonar la tertulia y salían a pasear por la finca, bajo el atento escrutinio del discreto inspector, que no les quitaba el ojo de encima. A menudo se acercaban a la verja exterior y se extasiaban ante la hermosa fachada del palacete Cortina que se erigía enfrente, una construcción inspirada en el Patio de los Leones de la Alhambra de Granada. Esa noche, delante del palacete Cortina, se encontraba aparcado un automóvil negro, con el morro encarado hacia la carretera. Pero ni Miguel Hernández ni Peset Aleixandre sintieron preocupación alguna por ese insólito hecho. Sin embargo, al inspector sí se le encendieron todas las alarmas internas. Sobre todo cuando advirtió que el vehículo estaba ocupado por un solo individuo: el conductor. Una pista facilitada por la negligencia de un sujeto sin duda debidamente instruido para estos menesteres de seguimiento y vigilancia, pero el cual, incomprensiblemente, se había encendido un cigarrillo y con cada calada avivaba la brasa e iluminaba suficientemente el interior del habitáculo, delatando la ausencia de más ocupantes. Juan Gris escaló la verja por el lugar más apartado del coche. Extrajo la pistola de la funda sobaquera, amartilló el arma, cruzó la carretera, y se fue aproximando lateralmente al vehículo, poco a poco y con mucho sigilo. De forma instintiva, dirigió su mirada hacia la formidable cúpula de teja vidriada del palacete y, merced a la repentina claridad que proporcionó una luna liberada de las nubes que la velaban desde hacía horas, distinguió nítidamente el cañón de un fusil. No se lo pensó dos veces. Efectuó varios disparos contra la cúpula, y esa rápida reacción suya provocó que el francotirador errase su disparo, y el proyectil, sibilante, solo pasó rozando la cara de Miguel Hernández. El doctor Peset Aleixandre se abalanzó sobre el poeta y, abrazado a él, buscó la protección de un murete de piedra. Se oyeron varias detonaciones más, y una voz desconocida que bramaba “Arriba España”. No tardaron en cubrir el perímetro numerosos soldados republicanos con sus máuseres en ristre. El silencio volvió a adueñarse de la noche. El doctor Peset Aleixandre no pudo hacer nada por salvar la vida del inspector Juan Gris. Había recibido en el pecho varios impactos mortales. Tampoco pudo hacer nada por los dos fascistas, ya cadáveres.
Enrique S. Cardesín Fenoll