Los amantes abandonaron el lecho con dosel. La mujer, que se llamaba Florentina, echó mano de una palmatoria que tenía la vela casi consumida y su cera estaba a punto de desbordarse del platillo. El hombre, ya completamente vestido con sus lujosos ropajes, le hizo entrega de un pequeño saquito repleto de florines. Aun con la tenue iluminación, se percibía nítidamente la diferencia de edad entre ambos: ella no había cumplido los treinta años y él frisaba los sesenta. Luego, se encaminaron juntos hasta la puerta de la calle. Era noche cerrada. El hombre se mantuvo inmóvil durante un rato mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y, entre tanto, la mujer porfiaba con la tranca que sellaba la puerta por dentro. A las citas dos veces por semana con la joven y bella Florentina, él no se hacía acompañar nunca por ninguno de sus servidores. Por razón de su importante cargo político, no quería dar pábulo a habladurías o escándalos que pudieran llegar a oídos de su aristocrática esposa o, lo que era todavía mucho peor, de las autoridades eclesiásticas, pues pasaba por recto y abnegado esposo y por devoto católico de misa diaria, algo que delataba el olor a humo de los altares permanentemente adherido a su piel y a su indumentaria. De modo que, una vez anochecido, se desplazaba solo y a pie hasta la vivienda de Florentina, y una o dos horas más tarde regresaba a su mansión de la misma forma y sin el auxilio de ninguna antorcha con la que ir alumbrando el sombrío trayecto por las angostas calles de su barrio de La Xerea. Cuando él era un niño, La Xerea se transformó de arrabal extramuros de la muralla musulmana en una barriada integrada en la ciudad fortificada con la nueva muralla que mandó construir el rey Pedro IV de Aragón, conocido popularmente como “el del punyalet” (siempre llevaba un puñal en su cintura). Otro individuo, que se había ocultado en el portal de una casa, comenzó a captar el amortiguado taconeo de unas botas por la calle empedrada, y aguzó el oído. El taconeo se volvía más ruidoso a medida que se aproximaba a su posición. Desenvainó la espada y se embozó la cara con su capa corta de lana.
Quedaban pocos días para la elección anual de los nuevos jurats, cuatro ciutadans y dos cavallers o generosos (estos últimos gozaban de título de nobleza, pero no habían sido armados caballeros), que constituían el Consell Secret, el órgano directivo de la ciudad. De ahí que los dos bandos de la nobleza que pugnaban por el poder político y el control territorial, los Vilaragut y los Centelles, llevaban ya tiempo enseñoreándose de las calles y protagonizando hechos cada vez más violentos, con absoluto desdén hacia la vida ajena. A partir de la promulgación de la lista de los candidatos -un ciutadà y un cavaller o generoso por cada una de las doce parroquias-, era raro el día que no aparecía muerto alguno de ellos, atravesado por la espada o la daga de los secuaces del bando por el que la víctima no había mostrado ninguna afinidad. Una sucesión de crímenes atroces que estaban originando una enorme inquietud entre los habitantes. El gobernador de Valencia, Ramon de Boïl, de sobrenombre Gobernador Viejo, se veía incapaz de poner orden y acabar con las sangrientas luchas, y la causa principal de su torpeza no era otra que la estrecha vinculación que le unía a él y a su familia con el bando de los Vilaragut. Utilizaba la ley para vengarse de sus adversarios. Su hermano Felipe había sido el instigador de la más encarnizada reyerta ocurrida hasta ese momento, con un balance final de cinco muertos, cuatro de ellos pertenecientes a las filas de los Centelles. Estos sufrieron una emboscada a la salida de un mesón y fueron acometidos sin tregua ni cuartel. Uno de los valedores de los Centelles, el noble y cavaller Juan de Pertusa, resultó herido en un brazo. Amigos y enemigos conocían de sobra su afición a la juerga y a las bebidas espirituosas, y tampoco ignoraban su fama de conquistador. En seguida que consiguió ponerse a salvo, corrió raudo a refugiarse en casa de su amante. Al verle ella con el jubón empapado de sangre, no pudo evitar dar un grito de alarma. Entonces él le tapó la boca con la palma de la mano y cerró la puerta tras de sí.
- Si él supiese lo nuestro, te mandaría matar –le dijo Florentina a Juan de Pertusa, al cabo de hacer el amor apasionadamente, explorando hasta el último recoveco de sus cuerpos. Florentina se entregaba a él sin condiciones solo porque era joven y apuesto. Con su otro amante, claro, normalmente por su dinero. Si bien, a Juan de Pertusa no le soliviantó tanto el hecho de que Florentina le revelara que tenía otro amante, cosa que él sospechaba desde la primera vez que estuvieron juntos, y presuponía que era persona de alta alcurnia y rica, habida cuenta las exquisitas vestiduras de ella y la calidad del mobiliario de la casa, sino conocer su identidad: uno de sus enemigos más odiados y contra quien había proferido amenazas de muerte a voz en cuello en presencia de sus habituales compañeros de francachela.
El palacete de los Centelles estaba situado cerca de la parroquia de San Nicolás, cuya iglesia se erigió sobre una antigua mezquita musulmana, como en el caso de la mayoría de las otras iglesias construidas tras la conquista de Valencia por el rey Jaume I. El cap de esta familia nobiliaria había convocado a los jefes y valedores para decidir el tipo de respuesta vengativa que iban a dar a la emboscada de fatales consecuencias llevada a cabo por los Vilaragut, con el hermano del Gobernador Viejo como el artífice del plan. Tras atravesar el zaguán del palacete, Juan de Pertusa se cruzó en el patio con un fraile dominico muy conocido en la ciudad, Vicent Ferrer, quien caminaba con la cabeza gacha y semblante avinagrado. Pertusa se descubrió la cabeza y efectuó un movimiento con el sombrero a modo de saludo, pero el fraile, sin levantar la vista del suelo y con paso apresurado, únicamente dejó escapar un “Dios proteja a vuesa merced”. El predicador Vicent Ferrer había acudido al palacete con el loable propósito de apaciguar los ánimos entre los dos bandos, aunque el cap de los Centelles zanjó la cuestión exclamando: “¡Nosotros no vamos a poner jamás la otra mejilla!”. Esto le contó su amigo Berenguer, también cavaller como él, apenas se vieron en la estancia dispuesta para la junta. En lo tocante a las represalias, más de la mitad de los presentes se inclinaba por la opción de dar muerte al hermano del Gobernador Viejo. Sin embargo, Pertusa, haciendo gala de su capacidad dialéctica y de una impecable argumentación, acabó por persuadirlos de que su bando obtendría un mayor beneficio con la desaparición física del propio gobernador, porque tal circunstancia les abriría de par en par la oportunidad de poder influir en el nombramiento del sucesor, con vistas a colocar en el cargo a uno de su cuerda, lo que en la práctica suponía disponer a través de persona interpuesta de la potestad de administrar justicia en las causas que afectaran a las facciones nobiliarias enfrentadas. El gesto de asentimiento del cap de los Centelles puso fin a la discusión. Bien es verdad que era de dominio público que Pertusa bebía los vientos por ostentar el puesto de gobernador. Pero, realmente, no expuso su propuesta por motivaciones puramente políticas. Sino porque, a raíz de su último encuentro con Florentina, sentía en su interior un creciente despecho que ‘sembraba sus leopardos y no le dejaba bueno hueso alguno’. Por eso su fiel amigo Berenguer se ofreció a ser la mano ejecutora. Conocía sus secretos más íntimos. Sabía de sus devaneos con la joven y bella Florentina.
Cerca ya de su mansión, el Gobernador Viejo avivó el paso. Los violentos sucesos acontecidos en los últimos días no invitaban precisamente al paseo sereno y confiado. Caminaba con la mano derecha aferrada a la empuñadura de su espada. Pero Berenguer había planeado atacarlo a traición, inmediatamente después de que hubiera rebasado el portal donde permanecía oculto desde la hora que le había señalado Pertusa. De manera que la espada le iba a servir de poco al gobernador. Esa noche Pertusa había convocado una partida de cartas en su casa y tenía previsto que se prolongase hasta altas horas de la madrugada. Una coartada perfecta, que en caso necesario podría ser ratificada por todos los jugadores. El Gobernador Viejo cayó muerto al instante. Una estocada por la espalda. El acero hendió su corazón. Pertusa volvió a ver a Florentina. Ella estaba en primera filia. Él, arriba del patíbulo.
Enrique S. Cardesín Fenoll