-Sí, me acuerdo perfectamente del año: 1956 –le empezó a contar su abuela Encarna a Ximo-. Ya sabes que yo tenía una caseta bajo los porches de la Torre, donde vendía frutas y verduras. También eran vendedores del mercado los otros tres vecinos del Raval, dos hombres y una mujer, con quienes formé parte de “la banda de criminales”, como nos motejó un semanario de información falangista. Aquella mañana la clientela venía a comprar a las casetas con cuentagotas, y esa circunstancia, bien es verdad que adversa para la caja del negocio, nos permitió por otro lado poder reunirnos en diversas ocasiones para perfilar el plan que pensábamos ejecutar por la noche. Recuerdo que una de las veces nos separamos apresuradamente al oír el grito “¿Xiques no en voleu?”, y acto seguido comprobar que se dirigía hacia nosotros la vendedora de tierra para limpiar, acompañada de Voro, el policía local. Yo negué con la cabeza, al tiempo que le enseñaba una bolsita con tierra. Y pronto se alejaron ambos charlando de sus cosas. A la hora de la radionovela nos pusimos en marcha. En las casas, con los niños acostados, la mesa de la cena quitada y los utensilios depositados en la pila para fregarlos por la mañana temprano, casi todos los adultos se solían apiñar –lo mismo tu abuelo y yo- en torno al aparato de radio para seguir el serial (Ximo, al hilo de estas palabras, echó una fugaz mirada a la vieja radio con armazón de madera y de la marca Philips que reposaba sobre una repisa alta de la sala de estar de su abuela). Tampoco he olvidado que aquel año alcanzó un éxito enorme una radionovela escrita y dirigida por Guillermo Sautier Casaseca. De modo que, como intuíamos que la gente permanecería atenta a la radio, absorta en la trama emocionante del serial, y no a los sonidos procedentes de la calle, cosa que, en efecto, anularía la posibilidad de las miradas curiosas a través de las ventanas, es por lo que elegimos ese margen de tiempo para efectuar con mucho sigilo el recorrido por la Avenida. Hicimos el camino por la parte ajardinada, siempre al abrigo de las sombras y de los pinos plantados al tresbolillo. Nuestro objetivo se encontraba a la altura del asilo de Santa Elena, en medio de naranjos y oliveras, y cerca de esa zona de cuevas y agujeros conocida como les terretes, donde se recogía, precisamente, la arenilla de color blanquecino que se empleaba para limpiar las paellas, los cubiertos, las pilas…
Ximo había abandonado la carrera de empresariales, en tercer curso, y había rechazado trabajar con su padre en su empresa de exportación de naranjas. Él quería dedicarse exclusivamente al oficio de escribir. Solo cultivar la escritura. “Este muchacho siempre ha tenido la cabeza llena de pájaros”. Así despachó su padre, utilizando un tono agrio y resentido, la decisión trascendental del hijo, en el transcurso de una comida familiar, con tíos y primos presentes. Su progenitor se pasaría una larga temporada sin mantener ningún contacto con él. Al cabo de un par de años, Ximo ya tenía publicados un libro de relatos y una novela corta o ‘nouvelle’. Pero, para ganarse la vida, claro, colaboraba en varios periódicos y revistas literarias, escribiendo artículos, crónicas, reportajes, entrevistas, cuentos… En noviembre de 2007, hizo la crónica de la inauguración de la restaurada y remodelada Fuente de las Ranas. Después de bastantes años, se habían recuperado por fin las cuatro ranas que daban nombre a la fuente. Estaban talladas en piedra de Novelda, de un color que tiraba a blanco. Y el agua fluía por la boca de cada una de las ranas. Era la primera vez en su vida que Ximo las veía ahí, sobre el mármol del monumento; un monumento que había sido limpiado a conciencia, prácticamente de manera manual. Sin embargo, una cosa le llamó la atención enseguida. Las ranas de la fuente eran increíblemente semejantes, en tamaño y forma, a la rana, también de piedra, pero de color verde, que desde que él tenía memoria su abuela Encarna guardaba en la pallissa de su casa, dentro de un armario cuya madera sin desbastar ni barnizar no parecía que hubiera conocido nunca tiempos mejores. Ximo ya no pudo pensar en otra cosa. Una historia, una historia, una historia…, se repetía obsesivamente. Y corrió como alma que lleva el diablo a casa de su abuela Encarna.
- … Algunos días antes, los operarios municipales habían desmontado la fuente del Raval –prosiguió con su relato la abuela de Ximo, mientras poco a poco los dos se encaminaban hacia la eixideta, ella agarrada del brazo de él, para que Encarna cogiese de la despensa una pieza de fruta, pera o manzana, que junto a una rebanada de pan con aceite era su frugal comida de cada noche- y la habían trasladado a su nuevo emplazamiento: de la Avenida, justamente en el lugar al que nosotros nos dirigíamos esa noche. Mi infancia, parafraseando al poeta, son recuerdos de esa fuente que había estado ubicada en la plaza del Raval durante más de cincuenta años. Mi madre, igual que las madres de otros niños, cuando le tocaba hacer la colada en Vora Sèquia, me dejaba allí, en la plaza de la fuente, y yo me divertía jugando con los demás niños al sambori, al parao rescatao, al churro va… De modo que los prebostes de la ciudad no solo borraron del paisaje del Raval la imagen de una fuente, sino que entraron a saco en nuestra memoria de adultos para pasar a fundido en negro aquellos recuerdos infantiles, entrañables, tiernos, únicos.
Y la rabia, como un arado, labró profundos surcos de odio en nuestro ánimo. Y cuatro de aquellos niños, ahora ya mayores y vendedores en el mercado de la Torre, planeamos una acción de represalia: arrancar las cuatro ranas verdes y quedarnos con ellas. Para que nuestros dulces recuerdos vivieran a partir de entonces, materialmente, indefinidamente, en la casa de cada uno de nosotros. Y enfilamos Avenida arriba provistos de una carretilla, cuatro sacos de arpillera, dos martillos y dos escoplos…
Encarna ya mostraba signos evidentes de cansancio, pues llevaba un buen rato con la narración. En vista de ello, Ximo le dijo que volvería en otro momento para que terminara de contarle el resto. Él salió muy feliz de la vivienda de su abuela, porque sabía que tenía entre manos una magnífica historia. Pero, en realidad, era plenamente consciente de que le faltaban por rellenar todavía algunos huecos. Si bien conocía la persona que le podría proporcionar la argamasa verbal para conseguir su propósito: Voro, el policía local, que disfrutaba de su jubilación desde hacía un porrón de años. A pesar de su avanzada edad, conservaba una memoria prodigiosa, y no había perdido ni un ápice de su habitual facundia. Como apenas salía de casa, se entusiasmó mucho con la visita de Ximo, a la que correspondió con gran efusividad.
- Se montó un gran follón con la desaparición de las ranas –a Voro se le iluminaban los ojos con sus recuerdos-. Y no fue para menos. Faltaban pocos días para la inauguración de la fuente del Raval en su nuevo emplazamiento de la Avenida, y las autoridades falangistas ya habían anunciado a bombo y platillo que la cinta la cortaría el gobernador civil de la provincia. Cuando a mí en el retén me informaron del suceso y de sus pormenores (las ranas habían sido extraídas limpiamente), tuve un pálpito. Por aquel entonces, yo desempeñaba mi servicio de forma fija en el mercado de la Torre. Y el malestar entre los vecinos del Raval por el traslado de la fuente era un secreto a voces. Una mañana me causó extrañeza el repetido conciliábulo de varios vendedores ante la caseta de tu abuela Encarna. Por un casual, la mujer que vendía la tierra para limpiar se desplazaba hacía allí voceando “¿Xiques no en voleu?”, y me uní a ella, a ver si podía poner la oreja; pero la reunión se disolvió en un plis plas. Al día siguiente, ocurrido ya el hurto de las ranas, me pasé por las casetas de los cuatro vendedores, mostrando la misma naturalidad de siempre, para que mi prurito investigador no levantara sospecha alguna. En esto que mi disimulada inspección acabó en un sorprendente descubrimiento: en cada caseta había apilado en un rincón un saco de arpillera mediado de tierra para limpiar. Sabía que era tierra, porque todos se hallaban abiertos, supuse que de forma deliberada, para que se viera su contenido. Pero esos sacos, aparte de que el día anterior no estaban allí, presentaban unos abultamientos que no los podía producir solo la tierra. Y encajé las piezas. Aunque callé para siempre. Yo también había sido compañero de juegos de Encarna.
A la muerte de su abuela Encarna y de Voro, el policía local, Ximo escribió un cuento titulado “La rana verde”, que se publicó en un diario de difusión nacional.
Enrique S. Cardesín Fenoll